jueves, 26 de septiembre de 2013

156. Carlos Castaneda y las Enseñanzas de Don Juan









156. Carlos Castaneda y las Enseñanzas de Don Juan

Prácticas para Activar la Segunda Atención y el Intento

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Tomadas textualmente de los libros bajados de la Web. Personalmente he hecho las correcciones necesarias, algunas veces consultando los libros originales de la Imprenta. Puedes consultar la siguiente página:
Seguramente quieras ver el siguiente documental sobre Carlos Castaneda: http://www.youtube.com/watch?v=3ziSZKhGJaA
(Documentales – Carlos Castaneda BBC)
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Viaje a Ixtlán 


…me enseñó una "forma correcta de andar". Dijo que yo debía curvar suave­mente los dedos mientras caminaba, para conservar la atención en el camino y los alrededores. Aseveró que mi forma ordinaria de andar debilitaba, y que nunca había que llevar nada en las manos. De ser necesario transportar cosas, debía usarse una mochila o cualquier clase de red portadora o bolsa para los hombros. Su idea era que, obligando a las manos a adoptar una posición específica, uno era capaz de mayor energía y mayor lucidez (p. 17).

Para hallar el sitio apro­piado donde descansar, sólo tenía uno que cruzar los ojos… Don Juan me describió la técnica, cuyo perfeccio­namiento llevaba años; consistía en forzar gradualmente a los ojos a ver por separado la misma imagen (p. 35).

Don Juan me animó a hacer la prueba. Me ase­guró que no dañaba la vista. Dijo que yo debía em­pezar lanzando miradas cortas, casi con el rabo del ojo. Señaló un gran arbusto y me puso el ejemplo. Tuve un sentimiento extraño al verlo dirigir mira­das increíblemente rápidas al arbusto. Sus ojos me recordaban los de un animal mañoso que no puede mirar de frente.

Caminamos cosa de una hora mientras yo trataba de no enfocar mi vista en nada.

Me explicó pacientemente que mirar en vistazos cortos permitía a los ojos apresar visiones insólitas (p. 35).
-No te descorazones -dijo-. Lleva mucho tiem­po educar a los ojos como se debe (p. 36).
Una vez que aprendas a separar las imágenes y veas dos de cada cosa, debes poner atención en el espacio entre las dos imágenes. Cualquier cambio digno de notarse ocurrirá allí, en ese espacio.
-Ser cazador significa que uno conoce mucho -prosiguió-. Significa que uno puede ver el mundo en formas distintas. Para ser cazador, hay que estar en perfecto equilibrio con todo lo demás; de lo con­trario la caza sería una faena sin sentido (p. 37).

-Los cazadores tienen que ser individuos excep­cionalmente agudos -prosiguió-. Un cazador deja muy pocas cosas al azar (p. 38).
Soy un cazador -dijo como si leyera mis pensa­mientos-. Dejo muy pocas cosas al azar. Quizá deba explicarte que aprendí a ser cazador. No siempre he vivido como vivo ahora. En cierto punto de mi vida tuve que cambiar. Ahora te estoy señalando el cami­no. Te estoy guiando. Sé lo que digo; alguien me en­señó todo esto. No lo inventé, ni lo aprendí por mí mismo.

-¿Quiere decir, don Juan, que tuvo un maestro? (p. 38)

-Tengo un gesto contigo -dijo suavemente-. Otras personas han tenido contigo un gesto similar; algún día tú mismo tendrás el mismo gesto con otros: digamos que esta vez me toca a mí. Un día descubrí que, si quería ser un cazador digno de respetarme a mí mismo, tenía que cambiar mi forma de vivir. Me gustaba lamentarme y llorar mucho. Tenía buenas razones para sentirme víctima. Soy indio y a los in­dios los tratan como a perros. Nada podía yo hacer para remediarlo, de modo que sólo me quedaba mi dolor. Pero entonces mi buena suerte me salvó y al­guien me enseñó a cazar. Y me di cuenta de que la forma como vivía no valía la pena de vivirse... así que la cambié (p. 39).

-Debes aprender a ponerte adrede al alcance y fuera del alcance -dijo-. Como anda tu vida ahora, estás todo el tiempo al alcance sin saberlo (p. 45).

Un cazador no se ocupa de manipular poder; por eso sus sueños son sólo sueños. Pueden calarle hondo, pero no son soñar (p. 60).

"Un guerrero, en cambio, busca poder, y una de las avenidas al poder es el soñar. Puedes decir que la diferencia entre un cazador y un guerrero es que el gue­rrero va camino al poder, mientras el cazador no sabe nada de él, o muy poco."

"La decisión de quién puede ser guerrero y quién puede ser sólo cazador, no depende de nosotros. Esa decisión está en el reino de los poderes que guían a los hombres. Por eso tu juego con Mescalito fue una señal tan importante. Esas fuerzas te guiaron a mí; te llevaron a aquella terminal de autobuses, ¿recuerdas? Un payaso te llevó a donde yo estaba. Un au­gurio perfecto: un payaso dándome la señal. Así, te enseñé a ser cazador, y luego la otra señal perfecta: Mescalito en persona jugando contigo. ¿Ves a qué me refiero?"

-Voy a enseñarte aquí mismo el primer paso hacia el poder… Voy a enseñarte cómo arreglar los sueños…-Tienes que empezar haciendo algo muy sencillo -dijo-. Esta noche, en tus sueños, debes mirarte las manos (p. 64).

-¿Cómo puedo mirarme las manos en sueños?
-Muy sencillo, enfoca en ellas tus ojos, así.


Inclinó la cabeza hacia adelante y se quedó viendo sus manos, con la boca abierta. El gesto era tan cómico que no pude menos que reír.

-En serio, ¿cómo espera usted que haga eso? -pre­gunté.

-Como te dije -respondió, seco-. Claro, puedes mirarte lo que te dé tu chingada gana: los pies, o la panza, o el pito, si quieres. Te dije las manos porque fueron lo que a mí se me hizo más fácil mirar. No pienses que es un chiste. Soñar es igual de serio que ver o morir o cualquier otra cosa en este temible y misterioso mundo.

-Sería más sencillo que empezaras a mirarte las manos, y ya.

-Cada vez que miras una cosa en tus sueños, esa cosa cambia de forma –dijo tras un largo silencio-. La movida de arreglar los sueños, está claro, no es sólo mirar las cosas, sino mantenerlas a la vista. El soñar es real cuando uno ha logrado poner todo en foco. Entonces no hay diferencia entre lo que haces cuando duermes y lo que haces cuando no estás dor­mido.

-No tienes que mirarte las manos -dijo-. Como ya te dije, escoge cualquier cosa. Pero escógela por anticipado y encuéntrala en tus sueños. Te dije que tus manos porque tus manos siempre estarán allí.

"Cuando empiecen a cambiar de forma, debes apar­tar la vista de ellas y elegir alguna otra cosa, y cuando esa otra cosa empiece a cambiar de forma debes mirarte otra vez las manos. Lleva mucho tiempo perfeccionar esta técnica (p. 65)."

-Éste es un sitio de poder -dijo tras una pausa momentánea-. Éste es el sitio donde los guerreros se enterraban hace mucho tiempo (p. 69).

No eran exactamente sitios de poder, como ciertos cerros o formaciones de tierra que eran morada de espíritus, sino más bien sitios de instrucción donde uno podía recibir leccio­nes, resolver dilemas.

Todo lo que tienes que hacer es venir aquí -di­jo-. O pasar la noche en esta roca para poner en orden tus sentimientos.

-¿Todavía están sepultados aquí los huesos de los guerreros?

-Éste no es un cementerio -dijo-. Nadie está sepultado aquí. Dije que en otro tiempo los guerreros se enterraban aquí. Quise decir que venían a ente­rrarse una noche, o dos días, o el tiempo que nece­sitaran. No decía que aquí estuvieran enterrados hue­sos de muertos. No me interesan los cementerios. No hay poder en ellos. En los huesos de un guerrero sí hay poder, pero nunca están en cementerios. Y en los huesos de un hombre de conocimiento todavía hay más poder, pero sería prácticamente imposible en­contrarlos.

-¿Quién es un hombre de conocimiento, don Juan?

-Cualquier guerrero podría llegar a ser hombre de conocimiento. Como ya te dije, un guerrero es un cazador impecable que caza poder. Si logra cazar, puede ser un hombre de conocimiento (p. 70).

-¿Para qué se entierran, don Juan?
-Para recibir instrucción y para ganar poder (p. 70).

-Lo más difícil en este mundo es adoptar el áni­mo de un guerrero -dijo él-. De nada sirve estar triste y quejarse y sentirse justificado de hacerlo, cre­yendo que alguien nos está siempre haciendo algo. Nadie le está haciendo nada a nadie, mucho menos a un guerrero (p. 72).

-Un guerrero se entierra para hallar poder, no para llorar de pena -dijo… 

…La pena no encaja con el poder -dijo-. El áni­mo de un guerrero implica que el guerrero se controla y al mismo tiempo se abandona (p. 72).

-Voy a recordarte todas las técnicas que debes practicar -dijo-. Primero enfocas la mirada en tus manos, como punto de partida. Luego pasas la mirada a otras cosas y les echas vistazos cortos. Enfoca la mi­rada en tantas cosas como puedas. Recuerda que si sólo miras un momento las imágenes no cambian. Luego regresa a tus manos (p. 73).

"Cada vez que te miras las manos renuevas el po­der necesario para soñar, conque al principio no mi­res demasiadas cosas. Cuatro cada vez serán suficien­tes. Más adelante, podrás irlas aumentando hasta que cubras todas las que quieras, pero apenas las imáge­nes empiecen a cambiar y sientas que estás perdiendo el dominio, regresa a tus manos.

"Cuando te sientas capaz de mirar las cosas inde­finidamente, estarás listo para una nueva técnica. Te la voy a enseñar ahora, pero no espero que la utilices sino hasta que estés listo."

-El siguiente paso para arreglar los sueños es aprender a viajar -dijo-. De la misma forma en que has aprendido a mirarte las manos, puedes mo­verte con la voluntad, ir a cualquier sitio. Primero tienes que determinar a dónde quieres ir. Escoge un lugar bien conocido -puede ser tu escuela, o un par­que, o la casa de un amigo- y luego pon tu voluntad en ir allí.

"Esta técnica es muy difícil. Debes realizar dos ta­reas: debes trasladarte con la voluntad al sitio específico, y luego, cuando hayas dominado esa técnica, tienes que aprender a controlar el tiempo exacto de tu viaje."

-Mueve los ojos de un lado a otro a lo largo del banco de niebla -dijo-. Pero no lo mires de lleno. Abre y cierra los ojos y no los enfoques en la niebla. Cuando veas un sitio verde en el banco de niebla, señálamelo con los ojos (p. 81).

-¿Cómo va tu soñar? (p. 84)

Le expliqué cuán difícil se había vuelto el darme la orden de mirar mis manos. Al principio había sido relativamente fácil, quizá por la novedad del con­cepto. No tenía yo el menor problema para recor­darme que debía mirarme las manos. Pero la exci­tación se había gastado, y algunas noches no podía hacerlo en absoluto.

-Debes ponerte una banda en la cabeza cuando te vayas a dormir -dijo él- (p. 84).

Soñar es más fácil cuando se tiene un objeto de poder en­cima de la cabeza.

-Un cazador de poder vigila todo -prosiguió-. Y cada cosa le dice algún secreto (p. 85).

-¿Pero cómo puede uno estar seguro de que las cosas dicen secretos? -pregunté.

Para tener poder, hay que vivir con poder (p. 85).

-Come tu comida de poder -me instó.

Empecé a mascar un poco de carne seca, y en ese momento tuve la súbita ocurrencia de que tal vez la carne contenía una sustancia psicotrópica, de allí las alucinaciones.

No hay nada en la carne más que poder. El poder no lo puse yo, ni ninguna otra persona, sino el poder mismo. Es la carne seca de un venado y ese venado fue un regalo para mí en la misma forma en que cierto conejo fue regalo para ti no hace mucho. Ni tú ni yo pusimos nada en el conejo. No te pedí secar la carne del conejo, por­que ese acto requería más poder del que tenías. Sin embargo, te dije que comieras la carne. No comiste casi nada, a causa de tu propia estupidez.

"Lo que te sucedió anoche no fue un chiste ni una maldad. Tuviste un encuentro con el poder. La nie­bla, la oscuridad, el trueno y la lluvia tomaban parte en una gran batalla de poder. Tuviste la suerte de un tonto. Un guerrero daría cualquier cosa por una ba­talla así."

Hay mundos sobre mundos, aquí mismo frente a nosotros (p. 85).

El mundo es un misterio. Esto, lo que estás mirando, no es todo lo que hay. El mun­do tiene muchas más cosas, tantas que es inacabable (p. 86).

Me dijo que observara cada detalle del entorno, por más pe­queño y trivial que pareciera (p. 95).

Me indicó mirar el sol sin enfo­carlo, hasta que desapareciera tras el horizonte (p. 95).

Inquirió sobre mi progreso en "soñar" (p. 96).

Yo había empezado a soñar en sitios específicos, como la escuela y las casas de algunos amigos.

-¿Estabas en esos sitios durante el día o durante la noche? -preguntó.

Mis sueños correspondían con la hora del día a la que solía estar en tales sitios: en la escuela durante el día, en casa de mis amigos por la noche.

Sugirió que probara yo "soñar" mientras echaba una siesta de día, y ver si podía visualizar el sitio elegido como estaba a la hora en que yo "soñaba". Si yo "soñaba" de noche, mis visiones del local debían ser nocturnas. Dijo que lo que uno experimenta al "soñar" debe ser congruente con la hora en que el "soñar" tiene lugar; de otra forma las visiones que uno tenga no serán "soñar", sino sueños comunes.

-Para ayudarte debías escoger un objeto determi­nado que pertenezca al sitio donde quieres ir, y en­focar en él tu atención -prosiguió-. En este cerro, por ejemplo, tienes ya una planta determinada que debes observar hasta que tenga un lugar en tu me­moria. Puedes regresar aquí en tu soñar simplemen­te recordando esa planta, o recordando esta roca don­de estamos sentados, o recordando cualquier otra cosa de aquí. Es más fácil viajar al soñar cuando pue­des enfocarte en un sitio de poder, como éste. Pero si no quieres venir aquí puedes usar cualquier otro sitio. A lo mejor la escuela donde vas es para ti un sitio de poder. Úsalo. Enfoca tu atención en cual­quier objeto de allí, y luego encuéntralo al soñar.

"Del objeto específico que recuerdes, debes volver a tus manos, y luego a otro objeto y así sucesivamente.

 "Pero ahora debes enfocar la atención en todo lo que existe encima de este cerro, porque éste es el sitio más importante de tu vida."

Me miró como sondeando el efecto de sus palabras.

-Éste es el sitio en que morirás -dijo con voz suave.

Me moví con nerviosismo, cambiando de postura, y él sonrió.

-Tendré que venir contigo una y otra vez a este cerro -dijo-. Y luego tú tendrás que venir solo hasta que estés saturado de él, hasta que el cerro te rezume. Sabrás la hora en que estés lleno de él. Este cerro, como es ahora, será entonces el sitio de tu úl­tima danza.

-¿Qué quiere usted decir con mi última danza, don Juan?

-Ésta es tu última parada -dijo-. Morirás aquí, estés donde estés. Cada guerrero tiene un sitio para morir, un sitio de su predilección, donde eventos poderosos dejaron su huella; un sitio donde ha pre­senciado maravillas, donde se le han revelado secre­tos; un sitio donde ha juntado su poder personal.

"Un guerrero tiene la obligación de regresar a ese sitio de su predilección cada vez que absorbe poder, para guardarlo allí. Va allí caminando o bien soñando.


"Y por fin, un día que su tiempo en la tierra ha terminado y siente el toque de la muerte en el hom­bro izquierdo, su espíritu, que siempre está listo, vuela al sitio de su predilección y allí el guerrero baila ante su muerte.

"Cada guerrero tiene una forma específica, una de­terminada postura de poder, que desarrolla a lo largo de su vida. Es una especie de danza. Un movimiento que él hace bajo la influencia de su poder personal."

"Si el guerrero moribundo tiene poder limitado, su danza es corta; si su poder es grandioso, su danza es magnífica. Pero ya sea su poder pequeño o magnifi­co, la muerte debe pararse a presenciar su última pa­rada sobre la tierra. La muerte no puede llevarse al guerrero que cuenta por última vez la labor de su vida, hasta que haya acabado su danza."


-¿Puede usted enseñarme esa danza aunque no sea yo guerrero? -pregunté.

-Todo hombre que caza poder tiene que aprender esa danza -repuso-. Pero no te la puedo enseñar ahora. Tal vez tengas pronto un adversario que valga la pena y entonces te enseñaré el primer movimiento de poder. Tú mismo debes añadir los otros conforme sigas viviendo. Cada movimiento debe adquirirse du­rante una lucha de poder. Así que, hablando con propiedad, la postura, la forma de un guerrero, es la historia de su vida, una danza que crece conforme él crece en poder personal.

Don Juan me recordó, como había hecho incontables veces -siempre que me había pedido hallar un lu­gar de reposo-, que mirara sin enfocar ningún si­tio particular, achicando los ojos hasta emborronar la visión (99).

Tampoco es impor­tante que halles el sitio; lo importante es que trates de hallarlo (p. 100).

-Confía en tu poder personal -me dijo al oído-. Eso es todo lo que uno tiene en todo este mundo misterioso (p. 104).

Don Juan me puso la mano en la boca y susurró que un guerrero actuaba como si supiera lo que ha­cía, aunque en realidad no sabía nada. Repitió una frase tres o cuatro veces, como si quisiera que yo la memorizara. Dijo:

-Un guerrero es impecable cuando confía en su poder personal sin importar que sea pequeño o enorme (p. 105).

Dijo que la clave era dejar al poder personal fluir libremente, para que se mezclara con el poder de la noche; una vez que ese poder tomaba las riendas no había posibilidad de res­balar (p. 105).

-Sólo hay un modo de aprender: poniendo manos a la obra (p. 109).

Señaló un arbusto grande y me dijo que fijara mi atención, no en las hojas, sino en las sombras de las hojas (p. 111).

Repitió una y otra vez, susurran­do en mi oído derecho, que "no hacer lo que yo sabía hacer" era la clave del poder. En el caso de mirar un árbol, lo que yo sabía hacer era enfocar inmediatamente el follaje. Nunca me preocupaban las sombras de las hojas ni los espacios entre las ho­jas. Sus recomendaciones finales fueron que empezara a enfocar las sombras de las hojas de una sola rama para luego, sin prisas, recorrer todo el árbol, y que no dejara a mis ojos volver a las hojas, porque el primer paso deliberado para juntar poder personal era permitir al cuerpo "no-hacer".

Verás: soñar es el no-hacer de los sueños, y conforme progreses en tu no-hacer progresarás también en el soñar. El chiste es no dejar de buscarte las manos, aunque no creas que lo que haces tenga algún sentido. De hecho, como ya te he dicho, un guerrero no necesita creer, porque mientras continúe actuando sin creer está no-haciendo (p. 122).


Hallar­te las manos es sin embargo esencial en este mo­mento, y estoy seguro de que lo harás.

-Durante el día, las sombras son las puertas de no-hacer -dijo-. Pero de noche, como en lo oscuro hay muy poco hacer, todo es sombra, incluyendo a los aliados. Ya te hablé de esto cuando te enseñé la marcha de poder (p. 122).

Un guerrero aplica el no-hacer a todo en el mundo.

Me recordó que una vez le había leído un poema y quiso que se lo recitara. Citó unas cuantas palabras y me acordé de haberle leído unos poemas de Juan Ramón Jiménez. El que tenía en mente se titulaba "El viaje definitivo". Lo recité:

...Y yo me iré. Y se quedarán los pájaros cantando;
y se quedará mi huerto, con su verde árbol,
y con su pozo blanco.
Todas las tardes, el cielo será azul y plácido;
y tocarán, como esta tarde están tocando,
las campanas del campanario.
Se morirán aquellos que me amaron;
y el pueblo se hará nuevo cada año;
y en el rincón aquel de mi huerto florido y encalado,
mi espíritu errará, nostálgico...

-Sólo como guerrero se puede sobrevivir en el ca­mino del conocimiento -dijo-. Porque el arte del guerrero es equilibrar el terror de ser hombre con el prodigio de ser hombre.

***


Una Realidad Aparte


…el modo más efectivo de vivir es como guerrero.

Para ser guerrero hay que ser claro como el cristal, igual que Eligio. ¡Ahí tienes a un hombre de valor!
Me ha dicho usted muchas veces, don Juan, que un brujo no puede permitirse desatinos. Jamás pensé que tuviera usted alguno.
Es posible insistir, insistir como es debido, aunque sepamos que lo que hacemos no tiene caso  dijo, sonriendo. Pero primero debemos saber que nuestros actos son inútiles, y luego proceder como si no lo supiéramos. Eso es el desatino controlado de un brujo (p. 43).
Acaso podría usted decirme más acerca de su desatino controlado –dije (p. 44).
¿Qué quieres saber de eso?
Dígame por favor, don Juan, ¿qué es exactamente el desatino controlado?
Don Juan rió fuerte y produjo un sonido chasqueante golpeándose el muslo con la mano ahuecada.
¡Esto es desatino controlado!  -dijo, y nuevamente rió y golpeó su muslo.
¿Qué quiere usted decir?
Estoy feliz de que, al cabo de tantos años, finalmente me hayas preguntado por mi desatino controlado, y sin embargo no me hubiera importado en lo más mínimo si nunca hubieras preguntado. Pero he decidido sentirme feliz, como si me importara que preguntases, como si importara que me importara. ¡Eso es desatino controlado!
¿Con quiénes practica usted el desatino controlado, don Juan? - pregunté tras un silencio largo.
¡Con todos!  -exclamó, sonriendo (p. 44).
Te lo he dicho incontables veces. Siempre hay que escoger el camino con corazón para estar lo mejor posible, quizá para poder reír todo el tiempo (p. 47).
Ya deberías saber a estas alturas que un hombre de conocimiento vive de actuar, no de pensar en actuar, ni de pensar qué pensará cuando termine de actuar (p. 47).

Por eso un hombre de conocimiento elige un camino con corazón y lo sigue: y luego mira y se regocija y ríe; y luego ve y sabe (p. 47)…

Para convertirse en hombre de conocimiento hay que ser un guerrero, no un niño llorón. Hay que luchar sin entregarse, sin una queja, sin titubear… (p. 49)

Te lo repito una vez más: sólo como guerrero es posible sobrevivir en el camino del conocimiento. Lo que ayuda a un brujo a vivir una vida mejor es la fuerza de ser guerrero (p. 117).

Mi obligación personal es hacerte guerrero para que no te desmorones (p. 117).

Te he oído decir una y otra vez que siempre estás dispuesto a morir. No considero necesario ese sentimiento. Me parece una entrega inútil. Un guerrero sólo debe estar preparado para la batalla. También te he oído decir que tus padres dañaron tu espíritu. Yo creo que el espíritu del hombre es algo que se daña muy fácilmente, aunque no con las mismas acciones que tú llamas dañinas. Creo que tus padres sí te dañaron, haciéndote indulgente y flojo y dado a quedarte sentado más de la cuenta.

El espíritu de un guerrero no está engranado para la entrega y la queja, ni está engranado para ganar o perder. El espíritu de un guerrero sólo está engranado para la lucha, y cada lucha es la última batalla del guerrero sobre la tierra. De allí que el resultado le importa muy poco. En su última batalla sobre la tierra, el guerrero deja fluir su espíritu libre y claro. Y mientras libra su batalla, sabiendo que su voluntad es impecable, el guerrero ríe y ríe (p. 117).

‑Hace años te dije que, en su vida cotidiana, el gue­rrero escoge seguir el camino con corazón. La consistente preferencia por el camino con corazón es lo que diferencia al guerrero del hombre común (p. 118).

Piensas y hablas demasiado. Debes dejar de hablar contigo mismo (p. 119).

¿Qué quiere usted decir?
Hablas demasiado contigo mismo. No eres único en eso. Cada uno de nosotros lo hace. Sostenemos una conversación interna. Piensa en eso. ¿Qué es lo que siempre haces cuando estás solo?
Hablo conmigo mismo.
¿De qué te hablas?
No sé; de cualquier cosa, supongo.
Te voy a decir de qué nos hablamos. Nos hablamos de nuestro mundo. Es más, mantenemos nuestro mundo con nuestra conversación interna.

¿Cómo es eso?
Cuando terminamos de hablar con nosotros mismos, el mundo es siempre como debería ser. Lo renovamos, lo encendemos de vida, lo sostenemos con nuestra conversación interna. No sólo eso, sino que también escogemos nuestros caminos al hablarnos a nosotros mismos. De allí que repetimos las mismas preferencias una y otra vez hasta el día en que morimos, porque seguimos repitiendo la misma conversación interna una y otra vez hasta el día en que morimos.

Un guerrero se da cuenta de esto y lucha por parar su habladuría. Este es el último punto que debes saber si quieres vivir como guerrero.

¿Cómo puedo dejar de hablar conmigo mismo?

Antes que nada debes usar tus oídos a fin de quitar a tus ojos parte de la carga. Desde que nacimos hemos estado usando los ojos para juzgar el mundo. Hablamos a los demás, y nos hablamos a nosotros mismos, acerca de lo que vemos. Un guerrero se da cuenta de esto y escucha el mundo; escucha los sonidos del mundo.

Guardé mis notas. Don Juan rió y dijo que no buscaba llevarme a forzar el proceso, que escuchar los sonidos del mundo debía hacerse armoniosamente y con gran paciencia.
Un guerrero se da cuenta de que el mundo cambiará tan pronto como deje de hablarse a sí mismo, dijo, y debe estar preparado para esa sacudida monumental.
¿Qué es lo que quiere usted decir, don Juan?
El mundo es así y así o así y asá sólo porque nos decimos a nosotros mismos que esa es su forma. Si dejamos de decirnos que el mundo es así y asá, el mundo deja de ser así y asá…
¿A qué llama usted el mundo?
El mundo es todo lo que está encajado aquí  dijo, y pateó el suelo. La vida, la muerte, la gente, los aliados y todo lo demás que nos rodea. El mundo es incomprensible. Jamás lo entenderemos; jamás desenredaremos sus secretos. Por eso, debemos tratarlo como lo que es: ¡un absoluto misterio!
De modo que un guerrero trata el mundo como un interminable misterio, y lo que la gente hace como un desatino sin fin (p. 120).

Inicié el ejercicio de escuchar los "sonidos del mundo" y lo prolongué dos meses, como don Juan había especificado. Al principio resultaba torturante escuchar y no mirar, pero todavía peor era el no hablar conmigo mismo. Al finalizar los dos meses, yo era capaz de suspender mi diálogo interno durante períodos cortos, y también de prestar atención a los sonidos (p. 120).
Repitió en diversos momentos que yo debía enfocar toda mi atención en escuchar sonidos, y hacer lo posible por hallar los agujeros entre los sonidos (p. 120).
Don Juan me advirtió que no cerrara los ojos. Empecé a escuchar y pude discernir silbidos de pájaros, el viento agitando las hojas, zumbido de insectos. Al colocar mi atención unitaria en esos sonidos, pude distinguir cuatro tipos diferentes de silbidos. Podía diferenciar las velocidades del viento, en términos de lento o rápido; también oía el distinto crujir de tres tipos de hojas. Los zumbidos de los insectos eran asombrosos. Había tantos que no me era posible contarlos ni diferenciarlos correctamente.
Me hallaba sumergido en un extraño mundo sonoro, como nunca en mi vida (p. 121).
Me dijo, imperativamente, que mirara las montañas hacia el sureste. Fijé la mirada en la distancia, pero él me corrigió y dijo que no me quedara viendo nada, sino que mirase, como recorriendo los cerros frente a mí y la vegetación en ellos. Repitió una y otra vez que toda mi atención debía concentrarse en mi oído.
Los sonidos recobraron prominencia. No era tanto que yo quisiese oírlos; más bien, tenían un modo de forzarme a concentrarme en ellos. El viento sacudía las hojas. El viento llegaba por encima de los árboles y luego caía en el valle donde estábamos. Al caer, tocaba primero las hojas de los árboles altos; hacían un sonido peculiar que me pareció rico, rasposo, exuberante. Luego el viento daba contra los arbustos, cuyas hojas sonaban como una multitud de cosas pequeñas; era un sonido casi melodioso, muy absorbente e impositivo; parecía capaz de ahogar todo lo otro. Me resultó desagradable. Me sentí apenado porque se me ocurrió que yo era como el crujir de los arbustos, regañón y exigente. El sonido era tan semejante a mí que yo lo odiaba. Luego oí al viento rodar en el suelo. No era un crepitar sino más bien un silbido, casi un timbrar agudo o un zumbido llano. Escuchando los sonidos que hacía el viento, advertí que los tres ocurrían al mismo tiempo. Estaba pensando cómo fui capaz de aislarlos, cuando de nuevo me di cuenta del silbar de pájaros y el zumbar de insectos. En cierto instante, sin embargo, sólo había los sonidos del viento, pero al siguiente, otros sonidos brotaron en gigantesco fluir a mi campo de atención. Lógicamente, todos los sonidos existentes deben haberse emitido de continuo durante el tiempo en que yo sólo oía el viento.
No podía contar todos los silbidos de pájaros o zumbidos de insectos, pero me hallaba convencido de que estaba escuchando cada sonido individual en el momento en que se producía. Juntos creaban un orden de lo más extraordinario. No puedo llamarlo otra cosa que "orden". Era un orden de sonidos que tenía un diseño; es decir, cada sonido ocurría en secuencia (p. 121).
Entonces oí un peculiar lamento prolongado. Me hizo temblar. Todos los otros ruidos cesaron un instante, y hubo completo silencio mientras la reverberación del gemido alcanzaba los límites extremos del valle; después recomenzaron los ruidos. De inmediato capté su diseño. Tras es-cuchar con atención un momento, creí entender la recomendación que don Juan me hizo de buscar agujeros entre los sonidos. ¡El diseño de los ruidos contenía espacios entre un sonido y otro! Por ejemplo, los cantos de ciertos pájaros tenían su tiempo y sus pausas, y de igual manera todos los demás sonidos que yo percibía. El crujir de las hojas era la goma que los unificaba en un zumbido homogéneo. El hecho era que el tiempo de cada sonido formaba una unidad en la pauta sonora general. Así, los espacios o pausas entre sonidos eran, si uno se fijaba, hoyos en una estructura (p. 121).
Yo no miraba ni oía como suelo hacerlo. Hacía algo que era enteramente distinto pero combinaba facetas de ambos procesos. Por algún motivo, mi atención se enfocaba en el gran hoyo en los cerros. Sentía estarlo oyendo y mirando al mismo tiempo (p. 122).
Empecé a oír todos los demás sonidos; de pronto se hicieron muy fuertes y agudos, como si estuvieran airados conmigo. Perdieron sus pautas y se convirtieron en un conglomerado amorfo de chillidos punzantes, dolorosos. Mis oídos empezaron a zumbar bajo la presión. Sentía la cabeza a punto de estallar. Me puse de pie y cubrí mis oídos con la palma de las manos (p. 122).
Los sonidos tienen agujeros, lo mismo que todo cuanto te rodea (p. 123).
Los gusanos, los pájaros, los árboles, todos ellos nos pueden decir cosas increíbles, si llegamos a tener la velocidad necesaria para agarrar su mensaje.
Pero debemos estar en buenos términos con todas las cosas vivientes de este mundo. Por esta razón hay que hablarles a las plantas que vamos a matar y pedirles perdón por dañarlas; igual debe hacerse con los animales que vamos a cazar. Sólo debemos tomar lo suficiente para nuestras necesidades, de otro modo las plantas y los animales y los gusanos que matamos se pondrían en contra nuestra y nos causarían enfermedad y desventura. Un guerrero se da cuenta de esto y hace por aplacarlos; así, cuando mira por los agujeros, los árboles y los pájaros y los gusanos le dan mensajes veraces.

***


Relatos de Poder



"Soñar" implicaba el cultivo de un poder peculiar sobre los propios sueños, hasta el punto en que las experiencias habidas en ellos y las vividas en las horas de vigilia adquirían la misma valencia pragmática. Los brujos alegaban que, bajo el impac­to del "soñar", los criterios ordinarios para diferen­ciar entre sueño y realidad se hacían inoperantes.

La praxis del "soñar" era, para don Juan, un ejer­cicio que consistía en hallar las propias manos duran­te un sueño. En otras palabras, uno debía soñar deliberadamente que buscaba y hallaba sus manos en un sueño que consistía en soñar que uno alzaba las manos al nivel de los ojos (p. 8).

Después de años de intentos infructuosos, yo había logrado finalmente la tarea. Considerando retrospectivamente, se me evidenció que sólo pude alcanzar el éxito tras haber obtenido cierto grado de dominio so­bre el mundo de mi vida cotidiana (p. 8).
Una noche, inesperadamente, hallé mis manos en sueños. Soñaba recorrer una calle desconocida en una ciudad extranjera y de pronto alcé las manos y las puse frente a mi rostro. Fue como si algo en mí cedie­ra para permitirme observar el dorso de mis manos.
Las instrucciones de don Juan estipulaban que, ape­nas la percepción de mis manos empezara a disolverse o transformarse, yo debía trasladar la mirada a cual­quier otro elemento en el ámbito del sueño. En aque­lla ocasión particular, la trasladé a un edificio en el extremo de la calle. Cuando la apariencia del edifi­cio empezó a disiparse, presté atención a otros ele­mentos ambientales. El resultado final fue la imagen increíblemente clara, de una calle desierta en alguna ciudad extranjera (p. 9).
En el principio de nuestra relación, don Juan ha­bía delineado otro procedimiento: caminar largos tre­chos sin enfocar los ojos en nada. Su recomendación había sido no mirar nada directamente sino, cruzan­do levemente los ojos, mantener una visión periféri­ca de cuanto se presentaba a la vista.
Recalcó, aunque entonces no entendí, que conservando los ojos sin en­focar en un punto justamente arriba del horizonte, era posible percibir, en forma simultánea, cada ele­mento en el panorama total de casi 180 grados frente a los ojos. Me aseguró que ese ejercicio era la única manera de suspender el diálogo interno. 
Cierto día, sin embargo, me di cuenta, súbitamente, de que acababa de caminar du­rante unos diez minutos sin haberme dicho una sola palabra.

Don Juan explicó que el pasaje al mundo de los brujos se franquea después que el guerrero aprende a suspender el diálogo interno.

‑Cambiar nuestra idea del mundo es la clave de la brujería ‑dijo‑. Y la única manera de lograrlo es parar el diálogo interno (p. 10).
Me hizo mirar al sureste y me pidió que interrum­piera mi diálogo interno y estuviera callado y sin pensamientos.
‑El secreto está en el ojo izquierdo dijo‑. Con­forme un guerrero progresa en el camino del conoci­miento, su ojo izquierdo puede coger cualquier cosa. Por lo general, el ojo izquierdo del guerrero tiene una apariencia extraña; a veces se queda bizco, o se hace más pequeño que el otro, o más grande, o diferente de algún modo.
‑¿Cómo detiene la forma correcta de andar el diá­logo interno? ‑pregunté.
‑El andar en esa forma específica satura el tonal ‑dijo‑. Lo inunda. Verás: la atención del tonal tie­ne que colocarse en sus creaciones. De hecho, esa atención es la que por principio de cuentas crea el orden del mundo; el tonal debe prestar atención a los elementos de su mundo con el fin de mantenerlo, y debe, sobre todo, sostener la visión del mundo como diálogo interno.
Dijo que la forma correcta de andar era un subter­fugio. El guerrero, al curvar los dedos, llama la aten­ción hacia sus brazos; luego, mirando sin enfocar cualquier punto directamente frente a él en el arco que empieza en las puntas de sus pies y termina so­bre el horizonte, inunda literalmente a su tonal con información. El tonal, sin su relación de uno‑a‑uno con los elementos de su descripción, no podía hablar consigo mismo, y así uno llegaba al silencio (p. 134).
Don Juan explicó que la posición de los dedos no importaba en absoluto, que la única consideración era llamar atención hacia los brazos poniendo los de­dos en diversas posiciones desacostumbradas, y que lo importante era la forma en que los ojos, mantenidos fuera de foco, detectaban un enorme número de de­talles del mundo sin tener claridad con respecto a ellos. Añadió que en tal estado los ojos podían captar detalles demasiado fugaces para la visión normal.
‑Junto con la forma correcta de andar ‑prosi­guió don Juan‑, el maestro debe enseñar al aprendiz otra posibilidad, todavía más sutil: la posibilidad de actuar sin creer, sin esperar recompensa; de actuar sólo por actuar. No exagero al decirte que el éxito de la empresa del maestro depende de lo bien y lo armoniosamente que guíe a su aprendiz en este aspecto específico.
‑Parar el diálogo interno es, sin embargo, la llave del mundo de los brujos -dijo-. El resto de las actividades son sólo apoyos; lo único que hacen es acelerar el efecto de parar el diálogo interno.
Dijo que había dos actividades o técnicas princi­pales usadas para acelerar el cese del diálogo interno: borrar la historia personal y "soñar" (p. 135).
"En la vida del guerrero sólo hay una cosa, un único asunto que en realidad no está decidido: qué tan lejos puede uno avanzar en la senda del conoci­miento y el poder. Ése es un asunto abierto y nadie puede predecir el resultado. Una vez te dije que la libertad que un guerrero tiene, es actuar impecable­mente, o bien actuar como un imbécil. La impeca­bilidad es de verdad el único acto que es libre y, por ello, la verdadera medida del espíritu de un guerrero" (p. 140).
… el misterio, o el secreto, de la explicación de los brujos es que tie­ne que ver con el acto de abrir las alas de la per­cepción (p. 145).
‑Otros guerreros que viajaban a lo desconocido se han parado en este mismo sitio ‑dijo‑. Todos ellos desean el bien a ustedes dos (p. 160).
‑No te disculpes ‑me dijo don Juan‑. Las dis­culpas son una idiotez. Lo que realmente importa es el ser un guerrero impecable en este inigualable sitio de poder. Este lugar ha hospedado a los me­jores guerreros. Sé así como ellos de excelente.
‑Ya es casi la hora de que nos desbandemos como los guerreros de la historia ‑dijo‑. Pero antes de que nos vayamos cada uno por su lado, debo decirles una última cosa a ustedes dos. Voy a revelarles un secreto de guerrero. Quizás podrían llamarlo la predi­lección de un guerrero.
Centrando en mí su atención particular, dijo que en una ocasión yo había opinado que la vida de un guerrero era fría y solitaria y carente de sentimientos. Añadió que incluso en aquel preciso instante yo me había convencido de que así era.
‑La vida de un guerrero no puede en modo al­guno ser fría y solitaria y sin sentimientos ‑dijo‑, porque se basa en su afecto, su devoción, su dedi­cación a su ser amado. ¿Y quién, podrían ustedes preguntar, es ese ser amado? Yo se los voy a mostrar ahora mismo.

Don Genaro se puso en pie y caminó despacio hasta un área perfectamente llana, justamente frente a nosotros, a unos tres metros de distancia. Allí hizo un curioso gesto. Movió las manos como si barriera el polvo de su pecho y su estómago. Entonces ocurrió algo extraño. Un destello de luz casi imperceptible lo atravesó; salió del suelo y pareció encender todo su cuerpo. Don Genaro ejecutó una especie de pirueta hacia atrás; un clavado de espaldas, dicho con mayor propiedad, y aterrizó sobre el pecho y los brazos. La precisión y habilidad de su movimiento lo hicieron parecer un ser sin peso, una criatura vermiforme que diera la vuelta sobre sí misma. Ya en el suelo, realizó una serie de movimientos inconcebibles. Se deslizaba a unos cuantos centímetros de la tierra, o rodaba sobre ella como si yaciera sobre balines, o nadaba describiendo círculos y vueltas con la rapidez y la agilidad de una anguila en el océano.

Empecé a bizquear, y en cierto momento, sin transición alguna, me hallé observando una bola de luminosidad que se deslizaba de un lado a otro sobre lo que parecía ser una pista de hielo con mil luces brillando sobre ella.
El espectáculo era sublime. Luego la bola de fuego se detuvo y permaneció inmóvil. Una voz me sacudió disipando mi atención. Era don Juan que hablaba. No entendí al principio lo que decía. Miré de nuevo la bola de fuego; todo lo que pude discernir fue a don Genaro tirado en el suelo, con los brazos y las piernas extendidos.
La voz de don Juan era muy clara. Pareció desatar algo en mi interior, y me puse a escribir.
‑El amor de Genaro es el mundo ‑decía‑. Aho­ra mismo estaba abrazando esta enorme tierra, pero siendo tan pequeño, no puede sino nadar en ella. Pero la tierra sabe que Genaro la ama y por eso lo cuida. Por eso la vida de Genaro está llena hasta el borde y su estado, dondequiera que él se encuentre, siem­pre será la abundancia. Genaro recorre las sendas de su ser amado, y en cualquier sitio que esté, está completo.

Don Juan se acuclilló frente a nosotros. Acarició el suelo con gentileza.
‑Ésta es la predilección de los guerreros ‑dijo‑. Esta tierra, este mundo. Para un guerrero no puede haber un amor más grande.

Don Genaro se levantó y vino a acuclillarse junto a don Juan; por un momento ambos nos escrutaron con fijeza, luego tomaron asiento al unísono, cru­zando las piernas.
‑Solamente si uno ama a esta tierra con pasión in­flexible puede uno librarse de la tristeza -dijo don Juan‑. Un guerrero siempre está alegre porque su amor es inalterable y su ser amado, la Tierra, lo abraza y le regala cosas inconcebibles. La tristeza pertenece sólo a esos que odian al mismo ser que les da asilo.

Don Juan volvió a acariciar el suelo con ternura.
‑Este ser hermoso, que está vivo hasta sus últimos resquicios y comprende cada sentimiento, me dio cari­ño, me curó de mis dolores, y finalmente, cuando en­tendí todo mi cariño por él, me enseñó lo que es la libertad.
Hizo una pausa. El silencio en torno era atemori­zante. El viento silbaba suavemente, y luego oí el ladrido lejano de un perro solitario.
‑Escuchen ese ladrido ‑prosiguió don Juan-. ­Ése es el modo en que mi amada Tierra me ayuda a darles esta última lección. Ese ladrido es la cosa más triste que uno puede oír.
Guardamos silencio un rato. El ladrar de aquel perro solitario era tan triste, y la quietud en torno tan intensa que experimenté una angustia adorme­cedora. Pensaba en mi propia vida, mi tristeza, el no saber dónde ir, qué hacer.
‑El ladrido de ese perro es la voz nocturna de un hombre ‑dijo don Juan‑. Viene de una casa en ese valle hacia el sur. Un hombre grita a través de su perro, pues ambos son esclavos compañeros de por vida, su tristeza, su aburrimiento. Está rogando a su muerte que venga y lo libre de las torpes y som­brías cadenas de su vida.

Las palabras de don Juan habían entroncado en forma inquietante con mi línea de pensamiento. Sentí que me hablaba directamente.
Ese ladrido, y la soledad que crea, hablan de los sentimientos de los hombres ‑prosiguió‑. Hombres para los que toda una vida fue como una tarde de domingo, una tarde que no fue del todo mala, pero sí calurosa, y aburrida, y pesada. Sudaron y se fasti­diaron más de la medida. No sabían a dónde ir ni qué hacer. Esa tarde les dejó solamente el recuerdo del tedio y de pequeñas molestias, y de pronto se acabó; de pronto ya era noche (p. 166).

Volvió a narrar una historia que yo le conté alguna vez acerca de un hombre de setenta y dos años, quejoso de que su vida había sido tan breve que su niñez parecía haber ocurrido apenas el día anterior. Ese hombre me había dicho: "Recuerdo los piyamas que solía ponerme a los diez años. Parece que sólo ha pasado un día. ¿A dónde se fue el tiempo?"

‑El contraveneno de eso está aquí ‑dijo don Juan, acariciando la tierra‑. La explicación de los brujos no puede en modo alguno liberar el espíritu. Ahí están ustedes dos. Han llegado a la explicación de los brujos, pero no tiene ninguna importancia el que la sepan. Están más solos que nunca, porque sin un cariño constante por el ser que les da asilo, la soledad es desolación.

"Solamente amando a este ser espléndido se puede dar libertad al espíritu del guerrero; y la libertad es alegría, eficiencia, y abandono frente a cualquier embate del destino. Ésa es la última lección. Siempre se deja para el último momento, para el momento de desolación suprema en el que un hombre se en­frenta a su muerte y a su soledad. Sólo entonces tiene sentido."

Don Juan y don Genaro se pusieron de pie; estiraron los brazos y arquearon la espalda, como si el estar sentados hubiera entiesado sus cuerpos. Mi corazón empezó a golpetear con rapidez. Los dos hicieron que Pablito y yo nos levantáramos.
El crepúsculo es la raja entre los mundos -dijo don Juan. Es la puerta a lo desconocido.

Indicó con un amplio ademán la meseta donde nos hallábamos.
Ésta es la planicie frente a esa puerta.

Señaló entonces el filo norte de la meseta.
 Allí está la puerta. Más allá hay un abismo, y más allá de ese abismo está lo desconocido.

Después don Juan y don Genaro se volvieron hacia Pablito y le dijeron adiós. Los ojos de Pablito estaban dilatados y fijos; por sus mejillas rodaban abundan­tes lágrimas.
Oí la voz de don Genaro diciéndome adiós, pero no oí la de don Juan.

Don Juan y don Genaro se acercaron a Pablito y susurraron brevemente en sus oídos. Luego vinie­ron hacia mí. Pero antes de que susurraran nada, yo ya tenía la peculiar sensación de estar partido.

‑Ahora nosotros seremos otra vez polvo en el ca­mino ‑dijo don Genaro‑. Tal vez algún día otra vez vuelva a entrar en tus ojos.

Don Juan y don Genaro retrocedieron y parecieron perderse en la oscuridad. Pablito me tomó del ante­brazo y nos dijimos adiós. Entonces un extraño im­pulso, una fuerza, me hizo correr con él hacia el filo norte de la meseta. Sentí que su brazo me sos­tenía cuando saltamos, y luego quedé solo.

***

El Segundo Anillo de Poder


El Nagual comprendió desde el comienzo que yo era el viento del Norte. Los otros vientos nunca me hablaron así, a pesar de que he aprendido a distinguirlos (p. 22). 
-¿Cuántos vientos hay?
‑Hay cuatro vientos, como hay cuatro direcciones. Esto, desde luego, en cuanto a los brujos y aquello que los brujos hacen. El cuatro es un número de poder para ellos. El primer viento es la brisa, el amanecer. Trae esperanza y luminosidad; es el heraldo del día. Viene y se va y entra en todo. A veces es dulce y apacible; otras es importuno y molesto.
»Otro viento es el viento violento, cálido o frío, o ambas cosas. Un viento de mediodía. Sus ráfagas están llenas de energía, pero también llenas de ceguera. Se abre camino destrozando puertas y derribando paredes. Un brujo debe ser terriblemente fuerte para detener al viento violento.
»Luego está el viento frío del atardecer. Triste y mo­lesto. Un viento que nunca le deja a uno en paz. Hiela y hace llorar. Sin embargo, el Nagual decía que hay en él una profundidad tal que bien vale la pena buscarlo.
»Y por último está el viento cálido. Abriga y protege y lo envuelve todo. Es un viento nocturno para brujos. Su fuerza está unida a la oscuridad.
»Esos son los cuatro vientos. Están igualmente asociados con las cuatro direcciones. La brisa es el Este. El viento frío es el Oeste. El cálido es el Sur. El viento violento es el Norte.
»Los cuatro vientos poseen también personalidad. La brisa es alegre y pulcra y furtiva. El viento frío es variable y melancólico y siempre meditabundo. El viento cálido es feliz y confiado y bullicioso. El viento violento es enérgico e imperativo e impaciente.
»El Nagual me dijo que los cuatro vientos eran mujeres. Es por ello que los guerreros femeninos los buscan. Vientos y mujeres son semejantes. Ésa es asimismo la razón por la cual las mujeres son mejores que los hombres. Diría que las mujeres aprenden con mayor rapidez si se mantienen fieles a su viento.
‑Terminé por aceptar mi destino, como me había dicho el Nagual.
‑ ¿Y cuál es tu destino?
‑Mi destino... mi destino es ser la brisa. Ser una so­ñadora. Mi destino es ser un guerrero (p. 47).
‑ ¿Cómo aprendiste a librar tu cuerpo a las líneas del mundo? –pregunté (p. 80).
‑Lo aprendí en el soñar ‑dijo‑, pero, sinceramen­te, no sé cómo. Para una mujer guerrero, todo nace en el soñar. El Nagual me dijo, tal como a ti, que lo primero que debía buscar en mis sueños eran mis manos. Pasé años tratando de encontrarlas. Cada noche solía orde­narme a mí misma hallar mis manos, pero era inútil. Jamás di con nada en mis sueños. El Nagual era despiadado conmigo. Aseveraba que debía hallarlas o perecer. De modo que le mentí, contándole que había encon­trado mis manos en sueños. El Nagual no dijo una palabra, pero Genaro arrojó el sombrero al piso y bailó sobre él. Me dio unas palmaditas en la cabeza y afirmó que yo era realmente un gran guerrero. Cuanto más me alababa, peor me sentía. Estaba a punto de comunicar la verdad al Nagual cuando el loco de Genaro me dio la espalda y soltó el pedo más largo y sonoro que yo haya oído. Ciertamente, me hizo retroceder. Era como un viento caliente, viciado, repugnante y maloliente, exac­tamente como yo. El Nagual se ahogaba de risa.
»Corrí hacia la casa y me escondí allí. Por entonces era muy gorda. Comía mucho y tenía muchos gases. De modo que decidí no comer durante un tiempo. Lidia y Josefina me ayudaron. Ayuné durante veintitrés días, y entonces, una noche, encontré mis manos en sueños. Eran viejas, y feas, y verdes, pero eran mías. Ese fue el comienzo. El resto fue fácil.
‑ ¿Y qué fue el resto, Gorda?
‑Lo siguiente que el Nagual me encomendó fue buscar casas o edificios en mis sueños y observarlos, tratando de retener la imagen. Decía que el arte del so­ñador consiste en conservar la imagen de su sueño. Por­que eso es lo que hacemos, de un modo u otro, durante toda nuestra vida (p. 81).
‑ ¿Qué quería decir con eso?
‑Nuestro arte como personas corrientes consiste en saber cómo retener la imagen de lo que vemos. El Na­gual decía que lo hacemos, pero sin saber cómo. Nos li­mitamos a hacerlo; mejor dicho, nuestros cuerpos lo ha­cen. Al soñar debemos hacer lo mismo, con la diferencia de que en el soñar hace falta aprender cómo hacerlo. Tenemos que luchar por no mirar, sino sólo dar un vis­tazo, y, no obstante, conservar la imagen (p. 81).
»El Nagual me encargó que buscara en mis sueños un refuerzo para mi ombligo. Tardé muchísimo porque no comprendía el significado de sus palabras. Decía que, en el soñar, prestamos atención con el ombligo, por consiguiente, debemos protegerlo bien. Necesita­mos cierto calorcillo, o la sensación de que algo nos presiona el ombligo para retener las imágenes en nues­tros sueños.
»Hallé en mis sueños un guijarro que encajaba per­fectamente en mi ombligo, y el Nagual me obligó a bus­carlo día tras día, por charcas y cañones, hasta dar con él. Le hice un cinturón y aún lo llevo conmigo día y no­che. Al hacerlo así, me resulta más fácil conservar imá­genes en mis sueños.
»Luego el Nagual me asignó la tarea de dirigirme a lugares específicos en mi soñar. Lo estaba haciendo re­almente bien, pero fue por entonces que perdí la forma y comencé a ver el ojo frente a mí. El Nagual afirmó que el ojo lo había cambiado todo, y me dio instrucciones para que empezara a valerme del ojo para ponerme en movimiento. Dijo que no tenía tiempo de llegar a mi do­ble en el soñar, pero que el ojo era aún mejor. Me sentí defraudada. Ahora me tiene sin cuidado. He utilizado ese ojo lo mejor que me fue posible. Le permito llevarme al soñar. Cierro los párpados y quedo dormida como si nada, inclusive a la luz del día y en cualquier parte. El ojo me atrae y entro en otro mundo. La mayor parte del tiempo no hago más que deambular por él. El Nagual nos dijo, a mí y a las hermanitas, que durante el perío­do menstrual el soñar se convierte en poder. Hay algo en ello que me desequilibra. Me vuelvo más osada. Y, tal como el Nagual nos enseñara, se abre una grieta ante nosotras en esos días. Tú no eres mujer, así que esto no debe tener mucho sentido para ti, pero dos días antes de la regla una mujer puede abrir esa grieta y pa­sar por ella a otro mundo.
Extendió el brazo izquierdo y siguió con la mano el contorno de una línea invisible que, al parecer, corría verticalmente ante ella.
‑Durante ese tiempo una mujer, si lo desea, puede alejarse de las imágenes del mundo ‑continuó la Gor­da‑. Esa es la grieta entre los mundos y, como decía el Nagual, está precisamente enfrente de todas nosotras. La razón por la cual el Nagual juraba que las mu­jeres son mejores brujas que los hombres es que siem­pre tienen la grieta delante, en tanto que un hombre debe hacerla. Te diré que soñando durante mis mens­truaciones aprendí a volar con las líneas del mundo. Aprendí a echar chispas con el cuerpo para atraer las lí­neas, y luego aprendí a asirme a ellas. Y eso es todo lo que he aprendido hasta ahora en el soñar (p. 81).
‑Explícame ahora en qué consiste el arte del acecho.
‑El Nagual era un acechador…
‑Un cazador se limita a cazar ‑dijo‑. Un acecha­dor lo acecha todo, inclusive a sí mismo (p. 112).
‑ ¿Cómo lo hace?
‑Un acechador impecable lo convierte todo en pre­sa. El Nagual me dijo que es posible llegar a acechar nuestras propias debilidades.
‑ ¿Cómo es posible acechar las propias debilidades, Gorda?
‑Del mismo modo en que se acecha una presa. Des­cifras tus costumbres hasta conocer todas las consecuencias de tu debilidad y te abalanzas sobre ellas y las coges como a conejos en una jaula.
La Gorda narró entonces el acecho que ella misma había realizado a su costumbre de comer en exceso…
Tardó años en dar con una manera de acechar su de­bilidad. Cierto día, no obstante, se sintió tan harta y as­queada de verse gorda que se negó a comer durante veintitrés días.
‑ ¿Fue eso todo lo que necesitaste para dejarlo? ‑pre­gunté.
‑No. También tuve que aprender a comer como un guerrero.
‑ ¿Y cómo come un guerrero?
‑Un guerrero come en silencio, y lentamente, y muy poco cada vez. Yo solía hablar mientras comía, y comía muy rápido, y devoraba montones y montones de alimentos en una sentada. El Nagual me explicó que un guerrero ingería cuatro bocados seguidos; recién pasado un rato tragaba otros cuatro, y así (p. 113).
«Por otra parte, un guerrero camina kilómetros y ki­lómetros cada día. Mi afición a comer me impedía cami­nar. Acabé con ella ingiriendo cuatro bocados por hora y andando. A veces lo hacía durante todo el día y toda la noche. Así me deshice de la gordura de mis nalgas.
‑Pero acechar las propias debilidades no implica estrictamente el deshacerse de ellas ‑dijo‑. Puedes estar acechándolas desde ahora hasta el día del juicio final sin que nada varíe un ápice. Por eso el Nagual se negaba a precisar lo que se debía hacer. En realidad, lo que un guerrero necesita para ser un acechador impeca­ble es tener un propósito (p. 113).
‑¿Y cuál es ese propósito, Gorda? ‑pregunté, no muy en serio.
‑Entrar en el otro mundo…
‑No importa lo que nadie diga ni haga ‑afirmó. Tú debes ser impecable. La lucha se libra en nuestro pecho (p. 119).
En cambio, el ser un guerrero impecable te dará vigor y juventud y poder. De modo que lo que debes hacer es escoger sabiamente.

‑Olvidemos esto ‑dijo de pronto‑. Hablemos acer­ca de lo que debemos hacer esta noche.
‑ ¿Qué es exactamente lo que vamos a hacer, Gorda?
‑Tenemos una última cita con el poder.
‑ ¿Se trata de otra espantosa batalla con alguien?
‑No. Las hermanitas se limitarían a mostrarte algo que completará tu visita. El Nagual me dijo que después de eso podías marcharte para no retornar jamás, o tomar la decisión de quedarte con nosotros. De todos modos, lo que ellas deben exponerte no es sino su arte, el arte del soñador.
‑ ¿Y en qué consiste ese arte?
‑Genaro me contó que ha intentado innumerables veces darte a conocer el arte del soñador. Exhibió ante ti su otro cuerpo: el del soñar; en una ocasión te hizo es­tar en dos sitios simultáneamente, pero tu vaciedad no te permitió ver lo que te indicaba. Aparentemente, to­dos sus esfuerzos escapaban a través del agujero que tienes en tu centro.
»Ahora parece que es diferente. Genaro hizo de las hermanitas las extraordinarias soñadoras que son; esta noche te revelarán el arte de Genaro. En ese aspecto, son sus verdaderas hijas.
Ello me recordó lo que Pablito había dicho poco an­tes: que éramos hijos de los dos, y que éramos toltecas. Le pregunté qué había querido decir con eso.
‑El Nagual me dijo que los brujos solían ser llama­dos toltecas en el lenguaje de su benefactor ‑respondió.
‑ ¿Y cuál era ese lenguaje, Gorda?
‑Nunca me lo dijo. Pero Genaro y él hablaban en un idioma que ninguno de nosotros entendía. Y conocemos cuatro lenguas indígenas.
‑ ¿También decía don Genaro que él era tolteca?
‑Su benefactor había sido el mismo hombre, de modo que ambos decían lo mismo.
‑Un brujo es un tolteca cuando ha sido iniciado en los misterios del acechar y el soñar ‑dijo con mucha tranquilidad‑. El Nagual y Genaro fueron iniciados por su benefactor y retuvieron esos misterios en sus cuerpos. Nosotros hacemos lo mismo, y por eso somos toltecas, como el Nagual y Genaro.
»El Nagual nos enseñó, a ti y a mí, a ser desapasio­nados. Yo soy más desapasionada que tú por cuanto ca­rezco de forma. Tú aún la conservas y estás vacío. Es decir, que tienes toda clase de problemas. Algún día, sin embargo, volverás a estar completo y te darás cuenta de que el Nagual tenía razón. Afirmaba que el mundo de las gentes sube y baja y las gentes suben y bajan con su mundo; como brujos, no tenemos por qué seguirlas en sus subidas y bajadas.
»El arte de los brujos consiste en estar fuera de todo y pasar desapercibido. Y, sobre todo, en no malgastar el poder. El Nagual me informó de que tu problema es que siempre te enredas en idioteces, como ahora. Estoy segu­ra de que nos preguntarás a todos por los toltecas, pero no harás lo propio respecto de nuestra atención…
-Ya te he hecho saber lo que el Nagual me transmi­tió acerca de la atención ‑dijo‑. Captamos las imáge­nes del mundo mediante nuestra atención. Es muy difícil enseñar a un varón el arte de los brujos porque su atención siempre está bloqueada, dirigida hacia algo. Una hembra, por el contrario, se halla siempre abierta, puesto que durante la mayor parte del tiempo no con­centra su atención sobre nada específico. En especial cuando tiene la regla. El Nagual insistía en ello; ade­más, me demostró que en ese período mi atención esca­paba de las imágenes del mundo. Si no lo atiendo, el mundo se desploma.

‑¿Cómo es eso, Gorda?
‑Es muy sencillo. Mientras una mujer menstrúa, le es imposible concentrar su atención en nada. Esa es la fractura a la cual se refería el Nagual. En vez de luchar por focalizarla, la mujer debe dejarse ir de las imágenes fijando la vista en las colinas distantes, o en el agua de los ríos, o en las nubes.

»Si miras con los ojos abiertos, te confundes y la vis­ta se te nubla; pero si los entornas y parpadeas constan­temente y observas las cimas de una en una, o las nu­bes de una en una, puedes pasar horas haciéndolo, o días, si es necesario.
»El Nagual tenía por costumbre hacernos sentar ante la puerta y contemplar las colinas redondeadas del otro lado del valle. A veces se sentaba a nuestro lado durante días enteros, hasta que la fractura se producía (p. 121).
Me ordenó entrecru­zar los dedos y llevar las manos a la región umbilical, sobre el ombligo (p. 123).
‑Es difícil creer ‑dije a la Gorda‑ que puedo re­cordar en cierto momento algo que no había recordado un momento antes.
‑El Nagual decía que todos podíamos ver, y esco­ger, y sin embargo, no tener memoria de lo visto ‑respondió‑. Ahora comprendo cuánta razón tenía. Todos somos capaces de ver; unos más que otros.
Anunció que terminaba de «ver» que yo había practi­cado mucho el «soñar» y ello había contribuido a desarrollar mi atención; no obstante, me dejaba engañar por mi propia apariencia de no saber nada.
‑Quería hablarte de la atención -continuó‑, pero tú sabes tanto como yo sobre el tema.
‑El Nagual nos encomendó demostrarte que, mer­ced a la atención, podemos retener las imágenes de un sueño tal como retenemos las del mundo ‑dijo la Gorda‑. El arte del soñador es el arte de la atención (p. 133).

Don Juan aseveraba que el núcleo de nuestro ser era el acto de percibir, y lo mágico de nuestro ser era la toma de conciencia. Para él la percepción y la conciencia constituían una sola, inseparable, unidad funcional, una unidad con dos esferas. La primera de ellas corres­pondía a la «atención del tonal», es decir, a la capacidad de la gente corriente de percibir y situar su conciencia en el mundo ordinario, el de la vida diaria. Don Juan también llamaba a esa forma de atención «primer anillo de poder», y la describía como nuestra terrible pero in­discutible facultad de poner orden en nuestra percep­ción del mundo.

La segunda esfera abarcaba la «atención del na­gual», esto es, la capacidad de los brujos de situar su conciencia en el mundo no ordinario. Él denominaba a este ámbito «segundo anillo de poder»: la facultad com­pletamente tormentosa, que todos teníamos, pero sólo los brujos usaban, de poner orden en ese otro mundo (p. 134).

…el arte de los soñadores consistía en retener las imágenes de los sueños mediante la atención…

‑El Nagual nos decía que lo importante era la prác­tica -dijo la Gorda de pronto‑. Una vez centrada la atención en las imágenes de tu sueño, queda atrapada allí para siempre. Al final puedes llegar a ser como Ge­naro, que recordaba cuanto había visto en todos sus sueños (p. 134).

El Nagual sostenía que la mejor manera de obtener energía consiste, desde luego, en permitir que la luz so­lar penetre en los ojos, especialmente el izquierdo.
Se trataba de mover la cabeza lentamente de un lado a otro, en tanto captaba la luz solar con el ojo izquierdo, entornado. Él afirmaba que no sólo era posible utilizar el sol, sino también cualquier otro tipo de luz suscepti­ble de ser reflejada por los ojos.
Le comenté que don Juan nunca me ha­bía hablado de rodar. Me explicó que sólo las mujeres podían hacerlo porque tenían útero. La energía entra­ba directamente en él y al rodar la distribuían por el resto del cuerpo. Un hombre, para captar energía, debía echarse de espalda, flexionando las rodillas hasta lograr que las plantas de los pies estuviesen en contacto en toda su superficie. Los brazos debían abrirse hacia los lados, con los antebrazos en posición vertical y los dedos en forma de garra hacia arriba (p. 135).
La Gorda afirmó que el retener las imágenes de los sueños era un arte tolteca. Tras años de agotadora prácti­ca, todas ellas habían logrado realizar una acción en cada sueño. Lidia podía andar sobre lo que fuese, Rosa colgarse de todo, Josefina ocultarse tras cualquier cosa, y ella misma volar. Agregó que Genaro era el maestro del «soñar»: era capaz de volver las cosas a su favor a voluntad y atender a todas las actividades de la vida diaria; para él las dos esferas de la atención tenían el mismo valor.
Me vi obligado a plantearle el tema de costumbre: ne­cesitaba conocer los procedimientos, el modo en que se las arreglaban para retener las imágenes de sus sueños.
‑Los conoces tan bien como yo ‑dijo la Gorda‑. Lo único que puedo decirte es que tras repasar un mismo sueño una y otra vez, comenzamos a percibir las líneas del mundo. Ellas nos ayudaron a realizar lo que nos vis­te hacer.
Don Juan había dicho que nuestro «primer anillo de poder» penetra en nuestras vidas en épocas muy tempranas y vivimos bajo la impresión de que ese es todo nuestro mundo. El «segundo anillo de poder», «la aten­ción del nagual» permanece oculto para la inmensa ma­yoría de nosotros, y se nos revela justo en el momento de la muerte. No obstante, existe un camino para llegar hasta él, al alcance de todos, pero cuyo recorrido sola­mente emprenden los brujos: el «soñar». «Soñar» consis­te, en esencia, en transformar los sueños corrientes en cuestiones volitivas. Los soñadores, mediante el expe­diente de concentrar la «atención del nagual» en los asuntos y sucesos de sus sueños ordinarios, los transfor­man en «soñar» (p. 135).

Don Juan aseguraba que no existía un procedimiento específico para alcanzar la «atención del nagual». Solamente me había dado pistas. La primera fue que debía buscar mis manos en sueños; entonces, el ejercicio de atención fue ampliado a la búsqueda de objetos, rasgos característicos del paisaje, como calles, edificios, etcéte­ra. Desde allí había que pasar a «soñar» sobre lugares determinados a determinadas horas. El último grado consistía en concentrar la «atención del nagual» en el yo total. Don Juan sostenía que esa etapa final se anuncia­ba generalmente por un sueño que buena parte de la gente había tenido en una u otra oportunidad, en el cual el sujeto se ve a sí mismo yaciendo dormido. Para cuan­do un brujo tiene ese sueño, su atención se ha desarro­llado hasta el punto de que, en vez de despertar, como les ocurre a la mayoría de las personas, da media vuelta y se pone en actividad, como lo haría en el mundo en que tiene lugar nuestra vida diaria. En ese momento se pro­duce una ruptura, una división definitiva en la hasta en­tonces unificada personalidad. En la concepción de don Juan, el atrapar la «atención del Nagual» y desarrollarla hasta el nivel de perfección de nuestra atención diaria al mundo tenía por resultado el nacimiento del otro yo, un ser idéntico a uno, pero construido en el «soñar» (p. 135).
‑Genaro pasaba la mayor parte del tiempo en su cuerpo de soñar ‑dijo la Gorda‑. Lo prefería. Por eso podía hacer las cosas más fantásticas y asustarte mor­talmente. Genaro podía pasar por la grieta de entre los mundos como tú y yo lo hacemos por una puerta, en ambas direcciones (p. 136).

-Se escoge sólo una vez ‑me había dicho don Juan­-. Elegimos ser guerreros o ser hombres corrientes. No existe una segunda oportunidad. No sobre esta tierra (p. 136).
El Na­gual se cansó de decirte que la única libertad de que dis­ponen los guerreros consiste en su conducta impecable (p. 137).

Me contó hasta qué punto había insistido el Nagual en que comprendiesen que la impecabilidad no sólo re­presentaba la libertad, sino que era el único medio para ahuyentar la forma humana.

No puedes mantenerte en el sendero del conocimiento, a menos que equilibres tu segunda aten­ción (p. 138).

‑¿Y qué debo hacer para equilibrar mi segunda atención?

‑Debes soñar, tal como nosotras lo hacemos. El so­ñar es el único modo de concentrar la segunda atención sin dañarla, sin que resulte amenazadora u horrenda. Tu segunda atención se dirige al lado espantoso del mundo; la nuestra, al lado hermoso. Debes cambiar de lado y venir al nuestro. Eso es lo que escogiste la otra noche, al decidirte a marchar con nosotros (p. 139).

…me hizo saber que te­níamos por delante un día terriblemente agotador y ne­cesitábamos reponer energías para soportarlo. Por tan­to, debíamos reforzarnos mediante la luz solar. Aseguró que las circunstancias requerían la captación de sus ra­yos por el ojo izquierdo. Comenzó a mover la cabeza de un lado a otro, lentamente, mirando con fijeza al sol a través de sus párpados entornados (p. 139).
»La orden del Nagual es la siguiente: debes desviar­te de tu camino y marchar con nosotros. Eso significa que tienes que soñar con nosotras y acechar con los Ge­naros (p. 141).
Me explicó que el centro de nuestra luminosidad, la atención del nagual, ejerce permanentemente una fuerza hacia fuera, y que esa es la causa de que las ca­pas se separen. De modo que a la muerte le resulta fácil introducirse en ellas y separarlas por completo. Los brujos tienen que hacer todo lo posible para mantener unidas sus propias capas. Por eso el Nagual nos enseñó a soñar. El soñar une las capas. Cuando los brujos aprenden a soñar reúnen sus dos atenciones y ya no es necesario que el centro empuje hacia afuera.
-¿Quieres decir que los brujos no mueren?
‑En efecto. Los brujos no mueren.
‑¿Quieres decir que ninguno de nosotros va a morir?
‑No me refiero a nosotros. Nosotros no somos nada. Somos monstruos; no estamos aquí ni allá. Me refiero a los brujos. El Nagual y Genaro son brujos. Sus dos atenciones están tan estrechamente unidas que probable­mente nunca morirán.

‑¿Dijo eso el Nagual, Gorda?
‑Sí. Tanto él como Genaro me lo dijeron. No mucho antes de su partida, el Nagual nos explicó el poder de la atención. Hasta entonces, yo nunca había oído hablar del tonal y del nagual.
Él aseguraba que el hecho de alcanzar la se­gunda atención suponía reunir a ambas en una sola unidad, y esa unidad era la totalidad de uno mismo (p. 142).

… pero para que nosotros aprendiésemos a soñar, el Nagual nos enseñó previamente a observar. Nunca nos hizo saber lo que en realidad estaba haciendo. Tan sólo nos educó para observar (p. 143).

Nunca supimos que el observar era el camino para concentrar la segunda atención. Creíamos que se trata­ba de una diversión. Pero no era así. Los soñadores de­ben ser observadores si es que han de concentrar su se­gunda atención.

»Lo primero que hizo el Nagual fue poner una hoja seca en el suelo y hacer que la mirara durante horas. Cada día traía una hoja y la colocaba ante mí. Al principio, pensé que la hoja era siempre la misma, conserva­da día tras día, pero luego advertí que se trataba de ho­jas distintas. El Nagual decía que cuando se comprende eso, ya no estamos mirando, sino observando.
»Más tarde, puso ante mí montones de hojas secas. Me indicaba que las removiera con la mano izquierda y las percibiera mientras las observaba. Un soñador mue­ve las hojas en espiral, las observa y luego sueña los di­bujos que forman. El Nagual decía que los soñadores pueden considerarse maestros en la observación de las hojas cuando sueñan primero los dibujos y terminan por hallarlos, al siguiente día, en su pila de hojas secas.
»El Nagual aseguraba que la observación de las hojas fortificaba la segunda atención. Si observas una pila de hojas durante horas, como él solía obligarme a hacer, los pensamientos llegan a silenciarse. Sin pensamientos, la atención del tonal mengua y, súbitamente, la segunda atención se prende a las hojas y las hojas pasan a ser algo más. Él llamaba al momento en que la segunda atención se detiene en algo «parar el mundo». Y eso es exacto: el mundo se detiene. Por ello, cuando se observa, es necesario que haya alguien cerca. Nunca conocemos las peculiaridades de nuestra segunda atención. Puesto que nunca la hemos empleado, debemos familiarizarnos con ella antes de aventurarnos a observar a solas.
»La dificultad de la observación radica en aprender a silenciar los pensamientos. El Nagual prefería ense­ñarnos a hacerlo con un manojo de hojas porque era fá­cil obtenerlas siempre que deseáramos observar. Pero cualquier otra cosa habría servido igualmente.
»Una vez que logras parar el mundo, eres un obser­vador. Y, dado que para parar el mundo sólo cabe obser­var, el Nagual nos hizo pasar años y años contemplando hojas secas. Creo que es la mejor manera de acceder a la segunda atención.
»Combinaba la observación de hojas secas con la búsqueda en el soñar de las propias manos. Tardé cerca de un año en hallarlas, y cuatro en parar el mundo. El Nagual decía que, una vez atrapada la segunda aten­ción por medio de las hojas secas, se la amplía valiéndo­se del observar y el soñar. Eso es todo al respecto (p. 143).
‑Lo presentas como algo muy sencillo, Gorda.
‑Todo lo que hacen los toltecas es muy sencillo. El Nagual afirmaba que lo único que se debía hacer para captar la segunda atención era intentarlo una y otra vez. Todos nosotros paramos el mundo observando hojas se­cas.
‑¿Lo único que te hizo observar el Nagual fue la pila de hojas secas?
‑Una vez que los soñadores aprenden a parar el mundo, pueden observar otras cosas; finalmente, cuando pierden definitivamente la forma, pueden observarlo todo. Yo lo hago. Puedo penetrar en todo. No obstante, nos indicó un cierto orden a seguir en el observar.
»Primero observamos pequeñas plantas. El Nagual nos advirtió que eran sumamente peligrosas. Su poder está concentrado; poseen una luminosidad muy intensa y perciben la observación de los soñadores: en ese mo­mento modifican su luz y la disipan contra el observa­dor. Los soñadores deben escoger una especie vegetal determinada para llevar a cabo su observación.
»A continuación, observamos árboles. También en este caso es necesario elegir una especie. A este respec­to, tú y yo somos lo mismo: observadores de eucaliptos (p. 144).
Siguió contando la Gorda que el Nagual les había hecho observar más tarde a criaturas vivientes, en movimiento. Les indicó que los insectos eran, con mucho, los más adecuados. Su movilidad los hacía inofensivos para el observador, al contrario de las plantas, que ob­tenía su luz directamente de la tierra.
El siguiente paso fue observar las rocas. Me hizo sa­ber que las rocas eran muy antiguas y poderosas y poseían una luz especial, más bien verdosa, distinta de la blanca de los vegetales y de la amarillenta de los seres vivientes y móviles. Las rocas no se abrían fácilmente a los observadores, pero éstos debían insistir, puesto que las rocas abrigaban en su núcleo secretos especiales, se­cretos que ayudaban a los brujos a «soñar».
‑¿Qué te revelan las rocas? ‑pregunté.
‑Cuando observo el núcleo mismo de una roca ‑dijo‑, siempre percibo una vaharada del aroma que les es propio. Cuando vago en mi soñar, sé dónde estoy merced a esos aromas.
Afirmó que la hora era un factor importante en la observación de árboles y rocas. Al amanecer, tanto los unos como las otras estaban entumecidos y su luz era débil. Se los hallaba en su mejor forma alrededor del mediodía; la observación realizada a esa hora servía para apropiarse de su luz y su poder. Al anochecer se hallaban silenciosos y tristes, especialmente los árboles. Según la Gorda, éstos dan la impresión, en ese momen­to, de observar a su vez al observador.
Un segundo estadio en la observación consistía en dirigir la atención a los fenómenos cíclicos: la lluvia y la niebla. Los observadores pueden dirigir su atención a la lluvia y moverse con ella, o concentrarla en el entorno y emplear la lluvia como lente de aumento, capaz de reve­lar rasgos ocultos. Observando a través de ella se descu­bren los lugares de poder y aquellos que deben ser evi­tados. Los lugares de poder son amarillentos y los que se tienen que eludir, intensamente verdes.
La Gorda dijo que la niebla era, a no dudarlo, la cosa más misteriosa de la tierra para un observador y que se la podía emplear en los mismos dos sentidos que la llu­via. Pero a las mujeres no les era fácil acceder a la nie­bla: aun después de haber perdido su forma humana, permanecía inasequible para ella. Contó que en una oportunidad el Nagual le había hecho ver una neblina verde, situada sobre un banco de niebla, y le había di­cho que se trataba de la segunda atención de un obser­vador de niebla que vivía en aquellas montañas y que se movía con el banco. Agregó la Gorda que la niebla servía igualmente para descubrir los fantasmas de las cosas que ya no estaban y que la verdadera proeza de los observadores de niebla consistía en permitir que su segunda atención penetrara en todo aquello que su acti­vidad les revelase.
Dijo que otra etapa era la de la observación de lo dis­tante y de las nubes. Ante ambas cosas, el esfuerzo del observador se limitaba a remitir su segunda atención al lugar observado. Así, era posible recorrer grandes dis­tancias montado en una nube. En caso de mirar una nube, el Nagual no permitía jamás observar el naci­miento de los rayos. Les decía que debía perder la for­ma antes de intentar tal hazaña. Entonces podrán mon­tar no solo en una chispa inicial, sino también en el propio rayo (p. 145).
‑Genaro era un brujo del rayo ‑continuó‑. Sus dos primeros aprendices, Benigno y Néstor, fueron se­ñalados por el trueno, su amigo (p. 145).
La etapa final había sido la de la observación del fuego, el humo y las nubes. Me comunicó que para un observador el fuego y el humo no eran luminosos, sino negros. Las sombras, en cambio, eran brillantes y tenían movimiento y color.
Había dos cosas más que se mantenían separadas: la observación del agua y la de las estrellas. La observa­ción de estrellas era exclusividad de los brujos que habían perdido su forma humana. Me contó que a ella le había ido muy bien en ello; no así en la observación del agua; especialmente del agua fluyente, que servía a los brujos sin forma para concentrar su segunda atención y llevarla a cualquier parte a la que desearan ir.
‑A todos nosotros nos aterroriza el agua -conti­nuó‑. Un río puede atrapar tu segunda atención y llevársela, sin que sea posible detenerla. El Nagual me habló de tus hazañas como observador de agua. Pero no me ocultó que una vez estuviste a punto de desintegrar­te en el curso de un río poco profundo y que ahora no puedes siquiera tomar un baño (p. 147).
-Soy observadora de distancias y de sombras ‑dijo‑. Cuando llegué a serlo, el Nagual me hizo comenzar todo otra vez; hube de observar las sombras de hojas, plantas y árboles y rocas. Yo no miro los objetos: sólo miro sus sombras. Aunque no haya luz alguna, hay sombras; has­ta de noche hay sombras. Dado que soy observadora de sombras, lo soy de distancia. Puedo observar sombras, aún en la distancia (p. 149).
»Las sombras del amanecer no rebelan gran cosa. Las sombras descansan a esa hora. De modo que es inútil observar muy temprano. Alrededor de las seis, las sombras despiertan, y su mejor momento está cerca de las cinco de la tarde. En ese momento se hallan entera­mente despiertas.
‑ ¿Qué te dicen las sombras?
‑Todo lo que desee saber. Me dicen cosas ya sea por su temperatura, sus movimientos o sus colores. No co­nozco, sin embargo, todos los significados del color y el calor. El Nagual dejó por mi cuenta el aprenderlo.
‑ ¿Cómo aprendes?
‑En el soñar. Los soñadores deben observar para soñar, y deben buscar sueños para observar. Por ejemplo, el Nagual me hacía observar sombras de rocas; lue­go, en mi soñar, descubría que esas sombras poseían luz, de modo que, desde entonces, buscaba la luz en las sombras hasta dar con ella. Observar y soñar son cosas que están unidas. Me costó un largo tiempo de observa­ción de sombras el llevarlas a mi soñar. Y luego me cos­tó un largo período de soñar y observar el conseguir que ambas cosas se unieran, para ver realmente en las som­bras lo que veía en mi soñar. ¿Entiendes? Todos hace­mos lo mismo. El soñar de Rosa gira en torno a los árbo­les porque es una observadora de árboles y el de Josefina ­tiene que ver con nubes porque es una observadora de nubes. Observan árboles y nubes hasta alcanzar con ello el nivel de su soñar.
Rosa y Josefina hicieron un gesto de asentimiento.
‑ ¿Y la Gorda? ‑pregunté.
‑Es la observadora de pulgas ‑dijo Rosa, y todas rieron.
‑A la Gorda no le gusta que le piquen pulgas -ex­plicó Lidia‑. No tiene forma y puede observarlo todo, pero antes solía dedicarse a la lluvia (p. 150).
‑Pablito es observador de rocas -dijo Lidia-. Néstor atiende la lluvia y a las plantas y Benigno a la distancia. Pero no me preguntes más acerca de la observación, porque perderé mi poder si te cuento más.

***


El Don del Águila


 La Gorda estaba sola, sentada afuera de la puerta, contemplando las montañas distantes (p. 5).

-¿Cómo va tu ensoñar, nagual?

Una vez ensoñé que despertaba y que saltaba del lecho sólo para enfrentarme a mi propio cuerpo que dormía en la cama. Me vi dormir y tuve el autocontrol de recordar que me hallaba ensoñando (p. 27)
El ensoñador tiene que envolverse, declaraba don Juan, en experimentos desapasionados. En vez de examinar su cuerpo que duerme, el ensoñador sale del cuarto caminando. De repente me descubrí, sin saber cómo, fuera de mi habitación.
Cuando finalmente llegué a la puerta de la calle no pude abrirla. Lo traté desesperadamente, pero sin éxito; entonces recordé que había salido de mi cuarto deslizándome, flotando como si la puerta hubiese estado abierta. Con sólo recordar esa sensación de flotación, de súbito ya estaba en la calle (p. 28)…
Me quedé en la calle, perplejo, hasta que empecé a tener la sensación de que estaba levitando. Me aferré al poste metálico que sostenía la luz y el letrero de la calle. Una fuerte brisa me elevaba. Estaba deslizándome por el poste hasta que leí con claridad el nombre de la calle: Ashton.
Meses después, cuando nuevamente tuve el ensueño de mirar a mi cuerpo que dormía, ya tenía un repertorio de cosas por ha­cer. En el curso de mi ensoñar habitual había aprendido que lo que cuenta en ese estado es la voluntad (p. 28)…
Y entonces, de una manera bastante casual, me di cuenta de que si no fijaba la vista en las cosas y sólo las ojeaba, tal como hacemos en nuestro mundo cotidiano, podía ordenar mi percepción. En otras palabras, si seguía las instruc­ciones de don Juan al pie de la letra, y tomaba mi ensoñar como un hecho, podía utilizar los recursos perceptivos de mi vida de todos los días.

…sugerí que deberíamos dedicar todo nuestro tiempo y energía a en­soñar (p. 67).
-¿Qué tipo de ensoñar propones que debemos hacer? -pre­guntó.
-¿Cuántos tipos hay? -dije.
-Podemos ensoñar juntos -replicó-. Mi cuerpo me dice que lo hemos hecho antes. Ya hemos entrado en el ensueño como par. Vas a ver que será facilísimo como lo fue ver juntos.
-Pero no sabemos cuál es el procedimiento para ensoñar juntos -dije.
-Pues tampoco sabíamos cómo ver juntos y sin embargo vimos -dijo-. Estoy segura de que si lo intentamos, podremos hacerlo, porque no hay pasos específicos para todo lo que hace un guerrero. Sólo hay poder personal. Y en este momento lo tenemos.
"Debemos, eso sí, ensoñar desde dos lugares distintos, lo más alejado posible el uno del otro. El que entra en el ensueño primero, espera al otro. Apenas nos encontramos entrecru­zamos los brazos y nos adentramos juntos a las profundidades del ensoñar.
Le dije que no tenía idea de cómo esperarla si yo empezaba a ensoñar antes que ella. Ella misma no podía explicar lo que eso implicaba, pero aclaró que esperar al otro ensoñador era lo que Josefina había descrito como "jalarlo". La Gorda ha­bía sido jalada dos veces por Josefina.
-La razón por la cual Josefina le llama así es porque uno de los dos tiene que prender al otro del brazo -explicó.
Me enseñó entonces cómo hacerlo. Con su mano izquierda sujetó fuertemente mi antebrazo derecho a la altura del codo. Nuestros antebrazos quedaron entrelazados cuando yo cerré mi mano derecha sobre su codo.
-¿Cómo se puede hacer eso en ensueño? -pregunté.
Yo, en lo personal, consideraba que ensoñar era uno de los estados más privados que se puedan imaginar.
-No sé cómo, pero te voy a agarrar -dijo la Gorda-. Yo creo que mi cuerpo sabe cómo. Pero mientras más sigamos hablando de esto, más difícil parece ser (p. 67).
Comenzamos a ensoñar desde dos lugares. Sólo pudimos ponernos de acuerdo a qué hora empezar, puesto que la en­trada en el ensueño era imposible de predeterminar. La posibilidad de que yo tuviera que esperar a la Gorda fue algo que me causó una gran ansiedad, y no pude empezar a ensoñar con la facilidad usual. Después de diez o quince minutos de agitación finalmente logré entrar en un estado que yo llamo vigilia en reposo.
Años antes, cuando ya había adquirido cierto grado de ex­periencia en ensoñar, le pregunté a don Juan si había procedi­mientos específicos que fuesen comunes para todos. Me dijo que verdaderamente cada ensoñador es singular e indepen­diente. Pero al hablar con la Gorda descubrí tantas similitudes en nuestras experiencias de ensoñar, que aventuré un posible patrón clasificatorio de las diversas etapas.
Vigilia en reposo es el estado preliminar, en el cual los sen­tidos se aletargan y, sin embargo, uno se halla consciente. En mi caso, yo siempre había percibido en este estado un flujo de luz rojiza, una luz exactamente igual a la que aparece cuándo encara uno el sol con los párpados fuertemente cerrados.
Al segundo estado de ensoñar le llamé vigilia dinámica. En éste, la luz rojiza se disipa así como se desvanece la niebla, y uno se queda viendo una escena, una especie de cuadro, que es estático. Se ve una imagen tridimensional, un tanto conge­lada: un pasaje, una calle, una casa, una persona, un rostro, o cualquier otra cosa.
Al tercer estado lo denominé atestiguación pasiva. En él, el ensoñador ya no presencia más un aspecto congelado del mundo, sino que es un testigo ocular de un evento tal como ocu­rre. Es como si la preponderancia de los sentidos visual y auditivo hiciera a este estado del ensoñar una cuestión princi­palmente de los ojos y los oídos.
En el cuarto estado uno es llevado a actuar, forzado a lle­var a cabo acciones, a dar pasos, a aprovechar el máximo del tiempo. Yo llamé a este estado iniciativa dinámica.
La Gorda y yo estuvimos de acuerdo que un auxiliar esencial del ensoñar era un estado de quietud mental, que don Juan había llamado "detener el diálogo interno", o el "no-hacer de hablar­se a uno mismo". Para enseñarme cómo lograrlo, don Juan so­lía hacerme caminar durante kilómetros con los ojos fuera de foco, fijos en un plano unos cuantos grados por encima del horizonte, a fin de realzar la visión periférica. El método fue efectivo por dos razones. Me permitió detener mi diálogo inter­no después de años de práctica, y entrenó mi atención. Al forzarme a una concentración en la vista periférica, don Juan reforzó mi capacidad de concentrarme, por largos periodos de tiempo, en una sola actividad (p. 71).
Don Juan me dijo que la mejor manera de entrar en ensueños era concentrándome en el área exacta en la punta del esternón. Dijo que de ese sitio emerge la atención que se requiere para comenzar el ensueño. La energía que necesita uno para moverse en el ensueño surge del área tres o cuatro centímetros bajo el ombligo. A esa energía le llamaba la volun­tad, o el poder de seleccionar, de armar. En una mujer, tanto la atención como la energía para ensoñar, se origina en el vientre.

-El ensoñar de una mujer tiene que venir de su vientre por­que ese es su centro -dijo la Gorda-. Para que yo pueda empezar a ensoñar o dejar de hacerlo, todo lo que tengo que hacer es fijar la atención en mi vientre. He aprendido a sen­tirlo por dentro. Veo un destello rojizo por un instante y luego ya estoy fuera.
-¿Cuánto tiempo te toma llegar a ver esa luz rojiza? -le pregunté.
-Unos cuantos segundos. En el momento en que mi aten­ción está en mi vientre, ya estoy en el ensoñar -continuó-. Nunca batallo, nunca jamás. Así son las mujeres. Para una mujer la parte más difícil es aprender cómo empezar; a mí me llevó un par de años detener mi diálogo interno concen­trando mi atención en el vientre. Quizás ésa es la razón por la que una mujer siempre necesita que otro la acicatee.
"El nagual Juan Matus me ponía en la barriga piedras del río, frías y mojadas; para hacerme sentir esa área. O me ponía un peso encima; yo tenía un trozo de plomo que él me con­siguió. El nagual me hacía cerrar los ojos y concentrar la aten­ción en el sitio donde yo sentía el peso. Por lo regular me que­daba dormida. Pero eso no lo molestaba. Realmente no importa lo que uno hace en tanto la atención esté en el vientre. Por último aprendí a concentrarme en ese sitio sin tener nada puesto encima. Un día empecé solita a ensoñar. Como siempre, comencé por sentir mi barriga, en el lugar donde el nagual había puesto el peso tantas veces, luego me quedé dormida como siempre, salvo que algo me jaló directo adentro de mi vientre. Vi un destello rojizo y después tuve un sueño de lo más hermoso. Pero tan pronto como quise contárselo al nagual, me di cuenta de que había sido un sueño común y corriente. No había modo de contarle cómo había sido. Del sueño yo sólo sabía que en él me sentí muy feliz y fuerte. El nagual me dijo que yo había ensoñado.
"A partir de ese momento ya nunca más me volvió a poner un peso encima. Me dejó hacer mi ensoñar sin interferir. De vez en cuando me pedía que le contara cómo iban las cosas, y me daba consejos. Así es como se debe de llevar a cabo la ins­trucción del ensoñar (p. 72)".
La Gorda aseguró que don Juan le había explicado que cualquier cosa puede servir como no-hacer para propiciar el ensoñar, siempre que esto fuerce a la atención a permanecer fija. Por ejemplo, hizo que ella y los demás aprendices con­templaran fijamente hojas y piedras, y alentó a Pablito a que construyera su propio aparato de no-hacer.
La posición que uno elige para hacer el ensoñar también era un tema muy importante.
-No sé por qué el nagual no me explicó desde el mero prin­cipio -dijo la Gorda- que para una mujer la mejor posición para empezar es sentarse con las piernas cruzadas y después dejar que el cuerpo caiga como pueda. El nagual me dijo esto un año después de que yo había empezado. Hoy en día, yo tomo asiento en esa posición durante un momento, siento mi vientre, y al instante ya estoy ensoñando.

Al principio, y al igual que la Gorda, yo lo había hecho acostado de espaldas, hasta que un día don Juan me dijo que para obtener mejores resultados debía de sentarme en una esterilla suave y delgada, con las plantas de mis pies pues­tas juntas y con los muslos tocando la esterilla. Me señaló que, como yo tenía las coyunturas de las caderas algo elásticas, de­bía de ejercitarlas al máximo, con el fin de llegar a tener los muslos completamente aplanados contra el suelo. Don Juan añadió que si yo llegaba a entrar en el ensoñar sentado en esa posición, mi cuerpo no se deslizaría ni caería a ninguno de los lados, sino que mi tronco se inclinaría hacia adelante y mi frente se apoyaría en mis pies.
Otro tema de enorme significado era la hora de ensoñar. Don Juan nos había dicho que las horas más avanzadas de la noche o las primeras horas de la madrugada eran las mejores.
Él explicaba la razón por la cual prefería estas horas como una aplicación práctica del conocimiento de los brujos. Dijo que desde el momento en que uno tiene que hacer su ensoñar dentro de su medio social, uno debe de buscar las mejores condiciones posibles de aislamiento, libres de interferencias. Las interferencias a las que se refería tenían que ver con la "atención" de la gente, y no con su presencia física. Para don Juan era algo fuera de propósito el retirarse del mundo y ocul­tarse, pues incluso si uno se hallase solo en un lugar aislado y desierto, la interferencia de nuestros prójimos prevalece. La fijeza de su primera atención no puede ser desconectada. Só­lo localmente a las horas en las que la mayoría de la gente está dormida uno puede desviar parte de esa fijeza por un breve lapso. En esas horas está adormecida la primera atención de quienes nos rodean.
Esto condujo a don Juan al tema de la segunda atención. Él nos explicó que la atención que uno requiere en los ini­cios del ensoñar tiene que forzarse a permanecer en un de­terminado detalle de un sueño. Sólo mediante la inmovili­zación de la atención puede uno convertir en ensueño un sue­ño ordinario (p. 73).
Explicó también que al ensoñar uno debe de emplear los mismos compulsivos mecanismos de atención de la vida coti­diana. Nuestra primera atención ha sido entrenada para enfo­car los elementos del mundo, compulsivamente y con gran fuerza, a fin de transformar el dominio caótico y amorfo de la percepción en el mundo ordenado de la conciencia.
Don Juan también nos dijo que la segunda atención desem­peñaba el papel de un señuelo; la llamó un convocador de oportunidades. Mientras más se la ejercita, mayor es la posi­bilidad de obtener lo que se desea. Aseveró que también esta es la función de la atención en general, la cual damos de tal forma por sentada en nuestra vida diaria, que jamás la ad­vertimos; si nos pasa un suceso fortuito, hablamos de él en términos de un accidente o de una coincidencia, y no en tér­minos de que nuestra atención hizo que sucediera.
Nuestra discusión de la segunda atención preparó el terre­no para otra cuestión crucial, el cuerpo de ensueño. Para po­der guiar a la Gorda hacia éste, don Juan le dio la tarea de inmovilizar su segunda atención lo más firmemente posible en los elementos de la sensación de volar en ensueños.
-¿Cómo aprendiste a volar en ensueños? -le pregunté-. ¿Te enseñó alguien?
-El nagual Juan Matus fue el que me enseñó en esta tierra -respondió-. Y en el ensueño me enseñó alguien al que nun­ca pude ver. Sólo era una voz que me iba diciendo lo que ha­bía que hacer. El nagual me impuso la tarea de aprender a volar en ensueños y la voz me enseñó cómo hacerlo. Después me llevó años aprender por mí misma a cambiar de mi cuer­po normal, ése que uno puede ver y tocar, a mi cuerpo de ensueño.

-Eso me lo tienes que explicar -le pedí.
-Tú estabas aprendiendo a entrar en tu cuerpo de ensueño cuando ensoñaste que te salías de tu cuerpo -continuó-. Pe­ro tal como yo veo las cosas, el nagual no te dio ninguna tarea específica, así que tú seguiste dándole ahí como te saliera. Por otra parte, a mí se me dio la tarea de utilizar mi cuerpo de ensueño. Las hermanitas tuvieron la misma tarea. En mi caso, una vez tuve un sueño en el que volaba como papalote. Se lo conté al nagual porque me había gustado la sensación de planear. Él lo tomó en serio y lo hizo una tarea. Dijo que tan pronto como uno aprende a ensoñar, cualquier sueño que uno puede recordar ya no es un sueño, es ensueño.

"Entonces empecé a tratar de volar cuando ensoñaba. Pe­ro no podía organizarme. Mientras más trataba de influen­ciar mis ensueños, más difícil se me ponía. Finalmente el nagual me aconsejó que parara de forzarme y que dejara que todo ocurriera por sí mismo. Poco a poquito empecé a volar en los ensueños. Fue entonces cuando una voz me empezó a decir qué hacer. Siempre creí que era una voz de mujer.
"Cuando ya había aprendido a volar perfectamente, el nagual me dijo que tenía que repetir, despierta, todos los movimientos de vuelo que yo aprendí en ensueños. Tú tu­viste la misma oportunidad cuando el tigre dientes de sable te enseñaba cómo respirar. Pero nunca te volviste un tigre en ensueños, de modo que propiamente no podías tratar de hacerlo cuando estabas despierto. Pero yo sí aprendí a volar en ensueños. Cambiando mi atención a mi cuerpo de ensueño, podía volar como papalote cuando estaba despierta. Una vez te enseñé mi vuelo porque quería que vieras que yo había aprendido a usar mi cuerpo de ensueño. Pero a ti nunca se te ocurrió de qué se trataba la cosa (p. 74).
Le dije a la Gorda que por fuerza debía haber más, en lo que ella llamaba el cambio a su cuerpo de ensueño, que repe­tir meramente la acción de volar.
Ella lo pensó un rato antes de contestar.
-Yo creo que el nagual te debe haber dicho a ti también -afirmó- que lo único que en verdad cuenta al hacer ese cambio es anclar la segunda atención. El nagual decía que es la atención la que hace al mundo. Tenía sus razones para de­cirlo. Era el amo de la atención. Supongo que lo dejó a mi cuenta el que yo averiguara que todo lo que necesitaba para cambiar a mi cuerpo de ensueño, era concentrar mi atención en volar. Lo importante era almacenar atención en ensueños, observar todo lo que yo hacía al volar. Esa era la única forma de cultivar mi segunda atención. Una vez que ésta era sólida, con sólo enfocarla levemente en los detalles y en la sensación de volar me producía más ensueños de volar, hasta que por fin para mí era una rutina ensoñar, que me remontaba por los aires.

"En la cuestión de volar, pues, mi segunda atención estaba muy afilada. Cuando el nagual me dio la tarea de cambiarme a mi cuerpo de ensueño; lo que quería hacer era que sintoni­zara mi segunda atención al estar despierta. Así es como yo lo entiendo. La primera atención, la atención que hace al mun­do, nunca puede ser subyugada del todo; sólo se le puede desconectar unos momentos para reemplazarla con la segunda atención, eso es, si el cuerpo la ha almacenado lo suficiente. Naturalmente, ensoñar es una manera de almacenar la segunda atención. De modo que yo diría que para poder cambiarte a tu cuerpo de ensueño, al estar despierto tienes que ensoñar hasta que los ensueños se te salgan por las orejas.
-¿Puedes entrar en tu cuerpo de ensueño cada vez que quieres? -le pregunté.
-No. No es así de fácil -replicó-. He aprendido a repe­tir los movimientos y las sensaciones de volar cuando estoy despierta, y sin embargo, no puedo volar cada vez que quiero. Mi cuerpo de ensueño siempre encuentra una barrera. Algunas veces la barrera cede; mi cuerpo es libre en esos momen­tos y yo puedo volar como si estuviera ensoñando.
Le dije a la Gorda que en mi caso don Juan me dio tres tareas para entrenar mi segunda atención. La primera era encontrar mis manos en mis ensueños. Después me reco­mendó que escogiera un sitio local, concentrara en él mi atención, y luego hiciera ensoñar en pleno día y averiguara si en verdad podía ir allí. Me sugirió que colocara en aquel sitio a una persona allegada a mí, de preferencia una mujer. Con esto obtendría dos cosas: primero, ella podría percibir cambios sutiles que pudiesen atestiguar que en verdad yo estaba allí en ensueños; y, segundo, ella podría observar detalles mi­núsculos y particulares del sitio, porque precisamente en ésos se centraría mi segunda atención (p. 74).
Don Juan explicó que durante el periodo de aprendizaje uno batalla por inmovilizar la segunda atención. Subsecuentemente, uno tiene que batallar aún más para romper esa misma inmovilización. En ensueños uno tiene que satisfacerse con ojeadas muy breves, con vislumbres pasajeros. Tan pron­to como uno enfoca algo, uno pierde control (p. 75).
El nagual dijo que es un mo­mento de negrura, un momento aún más silente que el momen­to de parar y cerrar el diálogo interno. Esa negrura, ese silencio, permite que surja el intento de dirigir la segunda atención, de dominarla, de obligarla a hacer cosas. Por eso se le llama vo­luntad. El intento y el efecto son la voluntad; el nagual dijo que las dos estaban unidas. Me dijo todo esto cuando yo tra­taba de aprender a volar en ensueños. El intento de volar pro­duce el efecto de volar.

-La gran hazaña de Genaro consistía en que en sus ensue­ños aprendió el intento de formar su cuerpo físico -explicó-. El terminó lo que tú empezaste a hacer. Él podía ensoñar to­do su cuerpo de la más perfecta manera (p. 76).

-Genaro había dominado sólo el intento del cuerpo de ensueño -dijo con una voz suave-. Silvio Manuel, por otra parte, era el máximo amo del intento (p. 77).

-¡Ya sé! -exclamó-. El nagual me dijo que Silvio Manuel era el amo del intento porque estaba permanentemente en su otro yo. Él era el verdadero jefe. Se hallaba detrás de todo lo que hacía el nagual. En realidad, él fue el que hizo que el na­gual se encargara de ti.
-El nagual aseguraba que el intento está presente en todo -dijo la Gorda de repente (p. 78).
El nagual también dijo que el intento es lo que hace el mundo.
-No recuerdo cuándo -respondió-. Pero me dijo que la gente, y todas las demás criaturas vivientes, por cierto, es escla­va del intento. Estamos en sus garras. Nos hace hacer todo lo que quiere. Nos hace actuar en el mundo. Incluso nos hace morir.
"Me dijo que cuando nos convertimos en guerreros, sin em­bargo, el intento se vuelve nuestro amigo. Nos deja ser libres por un rato. A veces incluso viene a nosotros, como si por ahí hubiera estado esperándonos. Me dijo que él personal­mente sólo era un amigo del intento, no como Silvio Ma­nuel, que era su amo (p. 78).

-El nagual nos mostró a todos nosotros lo que él podía ha­cer con su intento -dijo, abruptamente-. Podía hacer apa­recer cosas llamando al intento.
"Me dijo que si yo quería volar, tenía que convocar el in­tento de volar. Me enseñó entonces cómo él convocaba, y saltó en el aire y se remontó haciendo un círculo, como un papalote gigantesco. O podía hacer que en su mano apare­cieran cosas. Me dijo que conocía el intento de muchas cosas y que podía llamar a esas mismas cosas intentándolas. La dife­rencia entre él y Silvio Manuel era que Silvio Manuel, siendo el amo del intento, conocía el intento de todo.

-Yo aprendí el intento de volar -dijo-, repitiendo todas las sensaciones que había tenido volando en mis ensueños. Es­to fue solamente un ejemplo. El nagual había aprendido en vida el intento de cientos de cosas. Pero Silvio Manuel se fue a la fuente misma. La penetró. No tuvo que aprender el inten­to de nada. Era uno con el intento. El problema era que ya no tenía más deseos, porque el intento no tiene deseos por sí mismo, así es que tenía que depender del nagual para la voluntad. En otras palabras, Silvio Manuel podía hacer todo lo que el nagual quería. El nagual dirigía el intento de Silvio Manuel. Pero como el nagual tampoco tenía deseos, la mayor parte del tiempo no hacía nada.
Las guerreras son llamadas las cuatro direcciones, las cuatro esquinas de un cuadrado, los cuatro humores, los cuatro vientos, las cuatro dis­tintas personalidades femeninas que existen en la raza humana.
La primera es el Este. Se le llama orden. Es, optimista, de corazón liviano, suave, persistente como una brisa constante.
La segunda es el Norte. Es llamada fuerza. Tiene muchos recursos, es brusca, directa, tenaz como el viento duro.
La tercera es el Oeste. Se le llama sentimiento. Es introspectiva, llena de remordimientos, astuta, taimada, como una ráfaga de viento frío.
La cuarta es el Sur. Se le llama crecimiento. Nutre, es bullanguera, tímida, animada como el viento caliente (p. 90).
Don Juan decía que, hablando en términos generales, el logro más importante de un guerrero en la segunda atención es ensoñar, y en la primera atención el logro más grande es acechar (p.109).
Para nuestro primer no-hacer, Silvio Manuel construyó una enorme caja de madera donde cabíamos la Gorda y yo, si nos sentábamos espalda contra espalda con las rodillas hacia arriba (p. 122).
Zuleica me dijo que si se va a ensoñar dentro de la casa, lo mejor es hacerlo en la oscuridad total, estando uno acostado o sentado en una cama estrecha, o, mejor aún, sentado den­tro de una cuna con forma de ataúd. En el campo abierto, el ensueño debería de hacerse en la protección de una caverna, en las áreas arenosas de manantiales secos, o sentado con la espalda contra una roca en las montañas; jamás en el suelo plano de un valle, ni junto a ríos o lagos o el mar, ya que las zonas pla­nas, al igual que el agua, eran antitéticas a la segunda atención (p. 130).

…ella me ordenó que me sentara dentro de una estrecha cuna y que reclinara la parte inferior de mi espalda en un cojín duro.
Me dijo que mantuviera los ojos abiertos y fijos en un punto que se hallaba frente a mí, a la altura de mis ojos… (p. 131)
Zuleica…empezó a expli­carme que la segunda atención pertenece al cuerpo luminoso, así como la primera atención pertenece al cuerpo físico. Dijo que el punto donde la segunda atención se arma está situado en el lugar que Juan Tuma me había descrito la primera vez que nos conocimos: aproximadamente a un metro de distancia enfrente de la parte media del cuerpo, justo entre el estómago y el ombligo, y a quince centímetros a la derecha (p. 132).

Zuleica me ordenó que pusiera las manos en ese punto y lo masajeara moviendo los dedos de mis dos manos, exactamente como si estuviera tocando un arpa. Me aseguró que si persistía en el ejercicio, tarde o temprano terminaría sintiendo que mis dedos pasaban por algo que era tan denso como el agua, y que finalmente sentiría mi cascarón luminoso.
Me repitió una y otra vez que los seres humanos tenemos un excelente centro de percepción en el exterior de las pantorri­llas, y que si la piel de esa área era puesta en calma y masajeada, el alcance de nuestra percepción aumentaría de maneras impo­sibles de concebir racionalmente (p. 133).

Zuleica empezó después otra faceta de sus enseñanzas. Me enseñó cómo moverme. Inició su instrucción ordenándome que fijara mi atención en el punto medio de mi cuerpo. En mi caso ese punto se hallaba abajo del borde inferior de mi ombli­go. Me dijo que barriera el suelo con él; esto es, que hiciera oscilar mi vientre como si tuviera pegada una escoba allí (p. 134).

Su intención era llevarme a percibir la acción de barrer el suelo con el punto medio de mi cuerpo, mientras seguía despierto.

Primero advertí la comezón en el área de la segunda atención, en mi cascarón luminoso. Masajeé ese punto moviendo mis de­dos sobre él como si tocara un arpa: el punto se hundió hacia mi estómago. Lo sentí casi en mi piel (p. 135).
Sentí como si mi cuerpo hubiera sido atrapado, con los pies hacia arriba, en una red. Mi frente y mis dedos de los pies parecían tocarse. Me hallaba en una forma de U cerrada. Des­pués sentí como si me doblaran en dos y me enrollaran en una sábana…

Cuando acabó de enrollarse ya no pude sentir mi cuerpo. Yo sólo era una conciencia amorfa…
Comprendí entonces la imposibilidad de describir lo que o­curre al ensoñar. Zuleica decía que la conciencia del lado dere­cho y la del lado izquierdo se envuelven juntas. Ambas llegan a descansar hechas un solo montón en la concavidad de la segunda atención. Para ensoñar, uno necesita manejar tanto el cuerpo luminoso como el cuerpo físico. Primero, el centro de la segunda atención en el cascarón luminoso es forzado a ser accesible; o alguien lo empuja desde afuera, o el ensoñador lo succiona desde adentro. Segundo, para dislocar la pri­mera atención, los centros del cuerpo físico localizados en el punto medio del cuerpo y en las pantorrillas, especialmente la derecha, tienen que ser estimulados y colocados lo más cerca posible el uno del otro hasta que parezcan unirse. Esto se logra colocando al muslo derecho contra el pecho. Después tiene lu­gar la sensación de ser enrollado y automáticamente la segunda atención toma el control (p. 135).

En un plano físico me en­contraba sentado con mis muslos replegados contra el pecho.
Zuleica también me dijo que la sensación de ser enrollado como si fuera un puro y colocado dentro de la concavidad de la segunda atención era el resultado de haber fusionado la conciencia del lado derecho y la del lado izquierdo hasta formar una sola, en la cual el orden de preponderancia había sido cam­biado y el lado izquierdo tenía la supremacía.
Zuleica me dijo que primero que nada yo tenía que perfec­cionar mi control a fin de poder moverme a voluntad. Empezó su instrucción cuando me encontraba en un estado de vigilia en reposo, ordenándome repetidas veces abrir los ojos. Me costó muchísimo esfuerzo poder hacerlo, pero de repente mis ojos se abrieron y vi a Zuleica sobre mí.
Me ordenó que me pusiera en pie mediante un acto de volun­tad. Me dijo que tenía que empujarme a mí mismo con mi par­te media… (p. 136).

…para mo­verme tenía que intentar moverme desde un nivel muy pro­fundo (p. 136).
Mientras más practicaba, más claro se volvía para mí que ensoñar en realidad era un estado racional. Zuleica me explicó. Dijo que al ensoñar, el lado derecho, la conciencia racional, queda envuelta dentro de la conciencia del lado izquierdo a fin de dar al ensoñador un sentido de sobriedad y racionalidad…
"El primer precepto de la regla es que todo lo que nos rodea es un misterio insondable.

"El segundo precepto de la regla es que debemos de tra­tar de descifrar esos misterios, pero sin tener la menor espe­ranza de lograrlo.

"El tercero es que un guerrero, consciente del insondable misterio que lo rodea y consciente de su deber de tratar de descifrarlo, toma su legítimo lugar entre los misterios y él mismo se considera uno de ellos. Por consiguiente, para un guerrero el misterio de ser no tiene fin, aunque ser signifique ser una piedra o una hormiga o uno mismo. Esa es la humil­dad del guerrero. Uno es igual a todo (p. 147).

Aplica toda la concentración que tie­nes para decidir si entras o no en la batalla, porque cada batalla es de vida o muerte. Este es el tercer principio del arte de acechar. Un guerrero debe de estar dispuesto y listo para entrar en su última batalla, al momento y en cualquier lugar. Pero no así nomás a la loca. 
Yo no podía organizar mis pen­samientos. Estiré las piernas y me tendí en el sofá. Inhalé profundamente varias veces para calmar la agitación de mi estómago, que parecía estar hecho nudos.
-Bien -dijo Florinda-, veo que estás aplicando el cuarto principio del arte de acechar. Descansa, olvídate de ti mismo, no tengas miedo a nada. Sólo entonces los poderes que nos guían nos abren el camino y nos auxilian. Sólo entonces.
-Has aplicado correctamente el quinto principio del arte de acechar -dijo-. No te dejes llevar por la corriente.
-¿Cuál es el quinto principio?
-Cuando se enfrentan a una fuerza superior con la que no pueden lidiar, los guerreros se retiran por un momento -dijo-. Dejan que sus pensamientos corran libremente. Se ocupan de otras cosas. Cualquier cosa puede servir (p. 147).
"Eso es lo que acabas de hacer. Pero ahora que lo has lo­grado, debes aplicar el sexto principio: los guerreros com­primen el tiempo, todo cuenta, aunque sea un segundo. En una batalla por tu vida, un segundo es una eternidad, una eternidad que puede decidir la victoria. Los guerreros tratan de triunfar, por tanto comprimen el tiempo. Los guerreros no desperdician ni un instante (p. 148).

Sin saberlo había utili­zado el tercer principio del arte de acechar. Me había jugado la vida, o lo que me quedaba de ella. Estaba dispuesta y lis­ta para morir. No fue una gran decisión de mi parte, de cual­quier manera ya me estaba muriendo. La verdad es que cuando un ser humano está medio muerto, como en mi caso, no con grandes dolores pero sí con grandes incomodidades y su­frimientos emocionales, uno tiende a ser tan indolente y débil que ningún esfuerzo es posible.
…esta situación fue apropiada para Florinda, ya que tenía que llevar a cabo la tarea de recapitular, y para ello requería absoluta quietud y soledad.
Me explicó que la recapitulación es el fuerte de los acecha­dores, de la misma manera como el cuerpo de ensueño es el fuerte de los ensoñadores. Consistía en recordar la vida de uno hasta el detalle más insignificante. Por ello su benefactor le había dado la enorme caja de madera como símbolo y he­rramienta. Era una herramienta que le permitió aprender a concentrarse; tuvo que sentarse allí durante varios años, hasta que toda su vida pasó ante sus ojos (p. 151).
Florinda me explicó que ya que la conciencia es el alimento del Águila, ésta puede quedar satisfecha con una recapitulación perfecta en lugar de la conciencia misma.

Me aseguró que una recapitulación perfecta podía cambiar a un guerrero aún más que el control total del cuerpo de ensueño. En este aspecto, ensoñar y acechar conducen al mis­mo fin: el ingreso en la tercera atención.
Florinda me explicó que el elemento clave al recapitular era la respiración. El aliento, para ella, era mágico, porque se trataba de una función que da la vida. Dijo que recordar se vuelve fácil si uno puede reducir el área de estimación en tor­no al cuerpo. Por eso se debe usar la caja; después, la respi­ración misma fomenta recuerdos cada vez más profundos (p. 152).
En teoría, los acechadores tienen que recordar cada senti­miento que han tenido en sus vidas, y este proceso se inicia con una respiración.

Los acechadores entonces toman el evento que se halla a la cabeza de la lista y se quedan allí hasta que han sido recon­tados todos los sentimientos invertidos en él.
Al respirar de derecha a izquierda, cuando se recuerda un acontecimiento los acechadores, a través de la magia de la respiración, recogen los filamentos que dejaron atrás. La si­guiente inmediata respiración es de izquierda a derecha, y es una exhalación. Con ella, los acechadores expulsan los fila­mentos que otros cuerpos luminosos, que tuvieron que ver en el acontecimiento que se recuerda, dejaron en ellos.
Decía que la naturaleza in­trínseca del aliento es dar vida, y que eso es lo que le da capa­cidad de limpiar el cuerpo luminoso.
Florinda me dijo que su benefactor consideraba las tres técnicas básicas del acecho -la caja, la lista de eventos a recapitular, y la respiración del acechador- como las tres tareas más importantes que un guerrero puede llevar a cabo. Su benefactor estaba convencido de que una recapitulación profunda es el medio más expedito para perder la forma hu­mana (p. 153).
…la forzó a eliminar todo lo que no le era esencial, le enseñó a jugarse la vida con cada decisión, le en­señó cómo calmarse, la hizo entrar en un nuevo y optimista estado de ánimo a fin de ayudarla a reagrupar sus recursos, le enseñó a comprimir el tiempo, y, por último, le mostró que un acechador jamás deja ver su juego, jamás se pone al frente de nada.
Florinda me explicó que para aplicar el séptimo principio del arte de acechar, hay que aplicar los otros seis. Su benefac­tor vivía de ese modo. Los siete principios aplicados meticu­losamente le permitían observar todo sin ser el punto de enfoque.
…los guerreros aplican los siete principios básicos del arte de acechar en cualquier cosa que hacen, desde los actos más triviales hasta las situaciones de vida o muerte.
"Aplicar estos principios produce tres resultados. El prime­ro es que los acechadores aprenden a nunca tomarse en serio: aprenden a reírse de sí mismos. Puesto que no tienen miedo de hacer el papel de tontos, pueden hacer tonto a cualquiera. El segundo es que los acechadores aprenden a tener una paciencia sin fin. Los acechadores nunca tienen prisa, nunca se irritan. Y el tercero es que los acechadores aprenden a tener una capacidad infinita para improvisar.
Florinda me dijo que Soledad había estado dentro de una caja, recapitulando durante cinco años, y que el Águila había aceptado su recapitulación en vez de su conciencia y que la había dejado libre (p. 154).
…el guerrero debe de luchar por en­frentar cualquier situación concebible, lo esperado y lo ines­perado, con igual eficiencia. Ser perfecto en circunstancias perfectas es ser un guerrero de papel (p. 162).
Me dijo que iba a revelarme una maniobra práctica de la segunda atención. Y sin más ni más se convirtió en una bola de luz, en un huevo luminoso. Volvió a su apariencia normal y repitió la transformación tres o cuatro veces. Comprendí perfectamente bien lo que hacía. No necesitaba explicármelo y sin embargo me era imposible formular en palabras lo que yo sabía.
Silvio Manuel sonrió, consciente de mi problema. Dijo que se requería una enormidad de fuerza para abandonar el intento de la vida de todos los días. El secreto que me acababa de revelar era como facilitar el abandono del intento. Para poder hacer lo que él había hecho, uno debe enfocar la aten­ción en la superficie del cascarón luminoso.
Una vez más se volvió una bola de luz y después se me hizo obvio lo que ya sabía desde el principio. Silvio Manuel vol­vió los ojos y por un instante los enfocó en el punto de la segunda atención. Su cabeza estaba erguida, encarando lo que estaba delante de sí, sólo sus ojos estaban sesgados. Dijo que un guerrero debe evocar el intento. En la mirada está el secreto. Los ojos convocan el intento.

Me puse eufórico. Por fin era yo capaz de considerar algo que yo sabía sin saberlo en verdad. La razón por la que el ver parece ser visual es porque necesitamos los ojos para enfocar el intento. Don Juan y su grupo de guerreros sabían cómo usar los ojos para atrapar otros aspectos del intento y a este acto le llamaban ver. Lo que Silvio Manuel me había mostrado era la verdadera función de los ojos, los atrapadores del intento.

Utilicé entonces mis ojos premeditadamente para convocar el intento. Los concentré en el punto de la segunda atención. De repente, don Juan, sus guerreros, doña Soledad y Eligio eran huevos luminosos, pero no la Gorda, las tres hermanitas y los Genaros. Seguí moviendo la mirada de un lado al otro; entre las burbujas de luz y la gente, hasta que escuché un cru­jido en la base de mi cuello, y todos los que estaban en mi cuarto eran huevos luminosos. Por un instante sentí que no podía saber quién era quién, pero luego mis ojos lograron ajustarse y sostuve dos aspectos del intento, dos imágenes al mismo tiempo. Podía ver sus cuerpos físicos y también sus luminosidades. Las dos escenas no se hallaban una encima de la otra, sino que estaban separadas, y sin embargo no podía concebir cómo. Definitivamente tenía dos canales de visión; ver estaba íntimamente unido a mis ojos y no obstante era algo independiente de ellos. Si los cerraba, aún podía ver los huevos luminosos, pero no los cuerpos físicos.
En un momento tuve la sensación clarísima de que yo sabía cómo cambiar mi atención hacia mi luminosidad. También sabía que para volver de nuevo al nivel físico todo lo que tenía que hacer era enfocar los ojos en mi cuerpo (p. 163).


***




El Fuego Interno


La importancia personal es nuestro mayor enemigo. Piénsalo, aquello que nos debilita es sentirnos ofendidos por los hechos y malhechos de nuestros semejantes. Nuestra importancia personal requiere que pasemos la mayor parte de nuestras vidas ofendidos por alguien. Los nuevos videntes recomendaban que se debían llevar a cabo todos los esfuerzos posibles para erradicarla de la vida de los guerreros. Yo he seguido esa recomendación al pie de la letra y he tratado de demostrarte por todos los medios posibles que sin importancia personal somos invulnerables (p. 11).


La carga de la importancia personal es en verdad un terrible estorbo (p. 12).

Dijo que los videntes, antiguos y nuevos, se dividen en dos categorías. La primera queda integrada por aquellos que están dispuestos a ejercer control sobre sí mismos. Esos videntes son los que pueden canalizar sus actividades hacia objetivos pragmáticos que beneficiarían a otros videntes y al hombre en general. La otra categoría está compuesta de aquellos a quienes no les importa ni el control de sí mismos ni ningún objetivo pragmático. Se piensa de manera unánime entre los videntes que estos últimos no han podido resolver el problema de la importancia personal.

-La importancia personal no es algo sencillo e ingenuo -explicó-. Por una parte, es el núcleo de todo lo que tiene valor en nosotros, y por otra, el núcleo de toda nuestra podredumbre. Deshacerse de la importancia personal requiere una obra maestra de estrategia. Los videntes de todas las épocas han conferido las más altas alabanzas a quienes lo han logrado (p. 12)

-Estoy ya cansado de repetirte -dijo-, que para poder seguir el camino del conocimiento uno tiene que ser muy imaginativo. Como lo estás comprobando tú mismo, todo está oscuro en el camino del conocimiento. La claridad cuesta muchísimo trabajo, muchísima imaginación.

-Lo que tú estás viendo como moralidad es simplemente mi impecabilidad –dijo (p. 13).

-La impecabilidad no es otra cosa que el uso adecuado de la energía -dijo-. Todo lo que yo te digo no tiene un ápice de moralidad. He ahorrado energía y eso me hace impecable. Para poder entender esto, tú tienes que haber ahorrado suficiente energía, o no lo entenderás jamás (p. 13).

Don Juan dijo entonces que en los inventarios estratégicos de los guerreros, la importancia personal figura como la actividad que consume la mayor cantidad de energía, y que por eso se esforzaban por erradicarla.


-Una de las primeras preocupaciones del guerrero es liberar esa energía para enfrentarse con ella a lo desconocido -prosiguió don Juan-. La acción de recanalizar esa energía es la impecabilidad.

Dijo que la estrategia más efectiva fue desarrollada por los videntes de la Conquista, los indiscutibles maestros del acecho, y que consiste en seis elementos que tienen influencia recíproca. Cinco de ellos se llaman los atributos del ser guerrero: control, disciplina, refrenamiento, la habilidad de escoger el momento oportuno y el intento. Estos cinco elementos pertenecen al mundo privado del guerrero que lucha por perder su importancia personal.


Yo siempre te he dicho que la energía sexual es algo de extrema importancia y que debe ser controlada y usada con mucho tino. Nunca te gustó esa proposición porque, crees que yo hablo de control en términos de moralidad; control para mí significa el ahorro y la recanalización de la energía (p. 35).


Don Juan miró a Genaro. Genaro asintió con la cabeza.

-Genaro te va a contar lo que decía nuestro benefactor, el nagual Julián, acerca del ahorro y la recanalización de la energía sexual -me dijo don Juan (p. 35).

-El nagual Julián decía que el sexo era un asunto de energía -comenzó Genaro-.

El nagual Julián recomendaba que la gente como yo jamás tuviera relaciones sexuales, a fin de que pudiéramos almacenar la poca energía que tenemos.

"Un día, sin aviso alguno y con la ayuda de su propio benefactor, el nagual Elías, abrió la cortina del otro mundo, y sin vacilaciones, nos empujó a todos adentro. Con excepción de Silvio Manuel, todos casi nos morimos allí. No tuvimos un ápice de energía para resistir el impacto del otro mundo. A excepción de Silvio Manuel nadie había seguido la recomendación del nagual Julián (p. 36).


Todo lo que sé es que para los guerreros la única energía que poseemos es la energía sexual, dadora de vida (p. 36).


"Si los guerreros quieren tener la suficiente fuerza para ver, tienen que volverse avaros con su energía sexual. Esa fue la lección que nos dio el nagual Julián. Nos empujó adentro de lo desconocido, y todos casi nos morimos. Puesto que todos nosotros queríamos ver, tuvimos que abstenernos de desperdiciar nuestra energía sexual (p. 36).


***




 Prácticas de la Segunda atención y el Intento


1. Practicar la” forma correcta de andar”, curvando suavemente los dedos mientras caminamos, conscientes de los brazos y del cuerpo, para conservar la atención en el camino y los alrededores.

2. Mirar el paisaje lanzando miradas cortas, casi con el rabo del ojo, el tiempo y las veces que pueda.

3. Ser consciente de su parte media del cuerpo, la región del ombligo, como el centro de la Segunda Atención y del Intento. Ser consciente también de las rodillas y de los pies mientras camina, o mientras hace sus ejercicios.

4. Decir mentalmente: Yo activo la Segunda Atención… Yo activo la Segunda Atención…
Yo activo la Segunda Atención… ¡Intento! … ¡Intento! … ¡Intento!...

5. Sentado con los ojos cerrados, practica el movimiento del vuelo que vio en ensueño. Impulsa la cabeza hacia adelante por la izquierda, vuelve al cuerpo e impulsa nuevamente la cabeza hacia adelante por la derecha, como si impulsara el cuerpo para volar, y dice mentalmente: ¡intento!, ¡intento!, ¡intento!... Yo activo el Intento… Yo Soy el Intento… Yo Soy uno con el Intento… Yo Soy uno con el Intento cósmico… YO SOY EL QUE SOY… SO-HAM…
Poderosa Presencia YO SOY, Yo activo la Segunda Atención… Yo activo el Intento…
So-Ham… So-Ham… So-Ham…
Fortalecer estos comandos con los Decretos YO SOY que hemos venido practicando.

6. De pie, impulsarse con las manos hacia adelante como si estuviera nadando o volando, tomando la energía de la región del ombligo, y con los pies como impulsándose para volar, al mismo tiempo dice mentalmente: ¡intento!, ¡intento!, ¡intento!  
[Entendemos el Intento de volar como el intento del niño para aprender a caminar o de una persona para aprender a nadar. En este caso estamos practicando para aprender a volar en el ensueño].

7. Estos ejercicios se hacen concentrados en la región del ombligo, donde se ubica la energía de la Segunda Atención, el Intento y la Voluntad para volar en el ensueño, y para controlar el ensueño.

8. Mirar el paisaje, o el medio que lo rodea, con la atención puesta en el rabo del ojo, de ambos ojos.

9. Si es un espacio pequeño hacia la derecha, mirar con el ojo derecho con la atención puesta en el rabo del ojo derecho, o ambos ojos. Si es un espacio pequeño hacia la izquierda, mirar con el ojo izquierdo, con la atención puesta en el rabo del ojo izquierdo, o ambos ojos, sin mirar específicamente algo en forma detenida.

10. Concentrar la atención en la región del vientre, mover el vientre de derecha a izquierda y de izquierda a derecha, como si estuviera barriendo con el vientre, al tiempo que mueve la cabeza en la misma forma, moviendo la energía de igual forma, y haciendo el intento de activar la Segunda Atención.

11. Visualizar el sitio de la Segunda Atención y empujar la Segunda Atención hacia afuera y hacia el cuerpo, ayudado por el movimiento de la cabeza, concentrados en la región del vientre. Mentalmente nos ayudamos con los comandos para activar la Segunda atención y el Intento.

12. Recordar los sueños como si los estuviéramos viviendo en el momento, y como si estuviéramos caminando o volando con el cuerpo, o como si estuviéramos llevando el cuerpo al sitio del sueño. Recordar los sueños y los momentos del día, no como un recuerdo mental sino como un momento que estamos viviendo, obviamente sin juzgar ni valorar, o sea sin dejar que surjan conceptos o juicios sobre los actos realizados durante el sueño, o durante el día. Ya sabemos que estos ejercicios están orientados a parar el diálogo interno, que se caracteriza por los conceptos, juicios y valoraciones.

13. Ahorrar toda la energía que podamos para fortalecer la Segunda atención y la Fuerza del Intento. Así los sueños se hacen más claros, y adquieren unidad y continuidad propósito. Luego, sentado en la cama, antes de levantarse, practicar la recapitulación del sueño como se ha dicho, igualmente por la noche antes de acostarse. Seguramente habrá sueños que queramos recapitular varias veces. Así fortalecemos la Segunda Atención para llegar a entrar conscientemente en el otro mundo con el cuerpo de ensueño. Por ahora digamos que volar en el sueño es una experiencia bien agradable e inolvidable.

14. Durante las actividades diarias, escoger las prácticas que más nos recuerdan nuestro trabajo de activación de la Segunda Atención y el Intento. Por ejemplo, curvar los dedos de las manos, mirarse las manos o el cuerpo, mirar las sombras de objetos, personas, árboles; mirar con el rabo de los ojos; decir mentalmente los comandos; recapitular los sueños. Todo esto, o parte de esto, sin bajar la guardia.




***



Visitar, estudiar y poner en práctica: 





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